Primero, fue la
educación. Aquellas rígidas clases de pupitres tiesos, con el latín como
bandera y las matemáticas como insignia. Eso formó una serie de mentes que, más
tarde, tuvieron que demostrar lo que valían en la soledad de una isla desierta.
Niños perdidos en las arenas de una playa, con la jungla besando sus límites,
allí, en ninguna parte, sin pensar demasiado en la esperanza, sólo jugando con
algo tan peligroso como es el poder. Y una caracola no va a bastar para
simbolizar la palabra y la democracia. La tentación es demasiado grande para
mentes que aún no están hechas y la sangre correrá en pos de la posición de
privilegio. Ellos ya eran niños privilegiados que asistían a un colegio de
élite en la rígida Inglaterra, pero quieren más porque nunca es suficiente.
Siempre tiene que subirse un escalón más en el ascenso hacia el poder más
absoluto. Y es evidente que, quien tiene la fuerza, en una sociedad pequeña,
cerrada y sin influencias de ningún tipo, tendrá la razón.
Por supuesto, en ese
sangriento juego crecido en el fértil campo de tabla rasa que es la mente
infantil, no falta la inocencia, las salidas ingenuas, las afirmaciones dichas
desde la más pura bisoñez. Eso hace que esos niños tengan algo de entrañable,
pero el juego se confunde con la posición de superioridad. Tendrá que haber
dominantes y dominados y si hay que acabar con alguno… ¿qué más da? No existe
esperanza porque nadie se hace cargo del fuego que puede avisar de que en esa
isla, en medio de ninguna parte, hay un puñado de niños tratando de sobrevivir.
Peter Brook, gran genio
de las tablas, se atrevió a adaptar el clásico literario de William Golding con
un estilo seco y austero, sin demasiadas concesiones, con la contención como
sugerencia, pero sin pasar de largo por las afiladas aristas morales de los
personajes. Esos niños que juegan al poder, acaban por convertirse en bestias
salvajes, adoradores del asesinato y de la carencia de reflexión sobre lo que
están haciendo. Puede que, en el fondo, sea una forma de rebeldía hacia el
estremecedor e inhóspito mundo de los adultos que, también, es una jungla de
intereses y de insuficiencias morales, pero lo pagan entre ellos. Con falsos
ídolos. De carne y de pensamiento. Probablemente, al final, sólo haya lágrimas.
Y las culpas tendrán que ser repartidas. O mentidas. O ignoradas.
En su contra, también habría que decir que la dirección de actores por parte de Brook no es muy destacable. Se nota que los niños sin experiencia vacilan, esperando las órdenes, sin tener muy claro qué expresar en muchos momentos debido a la complejidad, no de la trama, sino de su mismo significado. En cualquier caso, Brook consigue un escalofrío por los límites que esos niños traspasan en su aprendizaje brutal. Y no cabe duda de que, a pesar de que se nos antoja más cercana, es una versión muy superior a la que realiza Harry Hook en 1990, con una mejor dirección de actores infantiles, pero suavizando ciertos extremos que arrebatan la tremenda fuerza de un relato que se antoja inolvidable, asombroso y que llega a sobrecoger.
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