Ridley
Scott es la versión actualizada de uno de aquellos charlatanes que se apostaban
en la puerta de una carpa de circo y prometían espectáculos imposibles con la
mujer barbuda o con el forzudo de falsos músculos. Ya nos deleitó con cosas tan
delirantes como un desembarco de Normandía trasladado a las playas de Dover en Robin Hood, con las catapultas que
explotaban en los muros asediados de El
reino de los cielos en plena Edad Media unos cuantos siglos antes de la
invención de la pólvora, o con su prescindible visión de Napoleón que tanto revuelo armó hace apenas un año y de la que hoy
no se acuerdan ni los franceses.
En esta ocasión, nos
brinda a unos monos ignotos que más parecen perros salvajes que primates
desbocados, con un rinoceronte gigantesco dominado cual caballo con su silla y
aparejos en plena arena y con una naumaquia en pleno circo de Roma cuando se ha
documentado que tan sólo se hicieron dos, con muy poca agua y muchos,
muchísimos años antes que la acción de la película que nos ocupa, alrededor del
año 200 después de Cristo. Ya se sabe, Scott pretende ofrecer acción a
cualquier precio porque sabe perfectamente que esta supuesta segunda parte de Gladiator carece totalmente del aliento
épico de la primera. Es un tramposo de cartas marcadas que no hace más que
confirmar que no queda nada de aquel director impresionante que realizó algo
tan sumamente meritorio como Los
duelistas.
Por otro lado, si
aceptamos estos exabruptos que gran parte del público parece aceptar sin
problemas, la película guarda diversos elementos que funcionan mal como puede
ser un protagonista limitado como Paul Mescal, un tipo con un rostro
interesante que no es capaz de dar intensidad a su personaje a no ser que
exhale un par de grititos de desesperación. O como la prescindible
interpretación de Pedro Pascal en un rol que podría haber hecho cualquiera con
idéntica solvencia. Y, por supuesto, la cargante, irrisoria y lastimosa
encarnación de los Emperador Geta y Caracalla debida a Joseph Quinn, que
todavía tiene un cierto pase, y Fred Eichinger, que parece un bobo maquillado,
infantil, estúpido y carente de cualquier atisbo de profundidad. Es como si
Calígula hubiese viajado hacia la tontería y su locura no fuera más que la
rabieta intensa de un niño de púrpura.
La parte positiva se
halla en la faceta que menos interesa al público, es decir, a la dialogada con
la exposición de las maniobras conspirativas que lleva a cabo el mejor
personaje de la función que es el que incorpora Denzel Washington. Alejándose
de la ambigüedad y echando mano de la astucia, el Macrino que interpreta el
gran actor resulta creíble y peligroso, político y vengativo, e, incluso a
ratos, genial. Ni siquiera el supuesto discursillo final que debe enardecer a
las masas para dar principio al sueño romano del Emperador Marco Aurelio
(cuánto te echamos de menos, Richard Harris) es destacable porque es,
aproximadamente, de la misma intensidad que la redacción de un niño de primero
de Secundaria.
Sí, se queda corta esta supuesta segunda parte. Connie Nielsen pasea sus penosos retoques faciales dejando de lado también el empuje que caracterizaba a su personaje en la primera entrega convirtiéndola en una pena deambulada, con gestos de arrepentimiento y nostalgia. No hay sorpresa en los escenarios porque Scott repite exactamente los mismos, no hay rastro ninguno de la mítica banda sonora que Hans Zimmer compuso en su día…y saliendo del cine, uno tiene la impresión de que el lema de la película es fuerza y estupor, porque Ridley Scott se ha desgañitado, una vez más, tratando de agarrar a los incautos que depositan el dinero de la entrada para ver alguna barbaridad que tanto llamaba la atención hace un siglo convertida ahora en patetismo con coraza.
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