jueves, 21 de noviembre de 2024

GLADIATOR II (2024), de Ridley Scott

 

Ridley Scott es la versión actualizada de uno de aquellos charlatanes que se apostaban en la puerta de una carpa de circo y prometían espectáculos imposibles con la mujer barbuda o con el forzudo de falsos músculos. Ya nos deleitó con cosas tan delirantes como un desembarco de Normandía trasladado a las playas de Dover en Robin Hood, con las catapultas que explotaban en los muros asediados de El reino de los cielos en plena Edad Media unos cuantos siglos antes de la invención de la pólvora, o con su prescindible visión de Napoleón que tanto revuelo armó hace apenas un año y de la que hoy no se acuerdan ni los franceses.

En esta ocasión, nos brinda a unos monos ignotos que más parecen perros salvajes que primates desbocados, con un rinoceronte gigantesco dominado cual caballo con su silla y aparejos en plena arena y con una naumaquia en pleno circo de Roma cuando se ha documentado que tan sólo se hicieron dos, con muy poca agua y muchos, muchísimos años antes que la acción de la película que nos ocupa, alrededor del año 200 después de Cristo. Ya se sabe, Scott pretende ofrecer acción a cualquier precio porque sabe perfectamente que esta supuesta segunda parte de Gladiator carece totalmente del aliento épico de la primera. Es un tramposo de cartas marcadas que no hace más que confirmar que no queda nada de aquel director impresionante que realizó algo tan sumamente meritorio como Los duelistas.

Por otro lado, si aceptamos estos exabruptos que gran parte del público parece aceptar sin problemas, la película guarda diversos elementos que funcionan mal como puede ser un protagonista limitado como Paul Mescal, un tipo con un rostro interesante que no es capaz de dar intensidad a su personaje a no ser que exhale un par de grititos de desesperación. O como la prescindible interpretación de Pedro Pascal en un rol que podría haber hecho cualquiera con idéntica solvencia. Y, por supuesto, la cargante, irrisoria y lastimosa encarnación de los Emperador Geta y Caracalla debida a Joseph Quinn, que todavía tiene un cierto pase, y Fred Eichinger, que parece un bobo maquillado, infantil, estúpido y carente de cualquier atisbo de profundidad. Es como si Calígula hubiese viajado hacia la tontería y su locura no fuera más que la rabieta intensa de un niño de púrpura.

La parte positiva se halla en la faceta que menos interesa al público, es decir, a la dialogada con la exposición de las maniobras conspirativas que lleva a cabo el mejor personaje de la función que es el que incorpora Denzel Washington. Alejándose de la ambigüedad y echando mano de la astucia, el Macrino que interpreta el gran actor resulta creíble y peligroso, político y vengativo, e, incluso a ratos, genial. Ni siquiera el supuesto discursillo final que debe enardecer a las masas para dar principio al sueño romano del Emperador Marco Aurelio (cuánto te echamos de menos, Richard Harris) es destacable porque es, aproximadamente, de la misma intensidad que la redacción de un niño de primero de Secundaria.

Sí, se queda corta esta supuesta segunda parte. Connie Nielsen pasea sus penosos retoques faciales dejando de lado también el empuje que caracterizaba a su personaje en la primera entrega convirtiéndola en una pena deambulada, con gestos de arrepentimiento y nostalgia. No hay sorpresa en los escenarios porque Scott repite exactamente los mismos, no hay rastro ninguno de la mítica banda sonora que Hans Zimmer compuso en su día…y saliendo del cine, uno tiene la impresión de que el lema de la película es fuerza y estupor, porque Ridley Scott se ha desgañitado, una vez más, tratando de agarrar a los incautos que depositan el dinero de la entrada para ver alguna barbaridad que tanto llamaba la atención hace un siglo convertida ahora en patetismo con coraza.

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