Infiltrarse
en el mismo corazón del fanatismo musulmán es un juego tan peligroso que
cualquier movimiento de más, cualquier aspaviento de menos puede significar la
muerte entre los más espantosos estertores de dolor. Las palabras deben ser
medidas, las actitudes, estudiadas, las reacciones, contenidas y, a la vez,
coherentes con ese fanatismo que nunca ha llevado a ninguna parte. Por otro
lado, no hay muchas maneras de golpear con fuerza donde más duele a los que no
atienden a razones. Las lágrimas deben olvidarse. No son más que estorbos que
deben volverse secos en la conciencia como si fueran razones surcadas por la
desesperación. El ISIS es un régimen asesino y aquí se describe con valentía y
sin ambages.
El Saharaui es un tipo
que sabe en todo momento lo que hace. Su mirada escruta en cada rincón y se
pregunta a cada paso el por qué y cuál es la consecuencia. No olvida tener el
suficiente corazón para agarrar con fuerza todo aquello que le hace hombre y
que le impulsa a seguir adelante sin dejar atrás ningún sentimiento. Si hace
falta inculpar a alguien falsamente, no hay problema. Si hay que cumplir una
misión, se llega hasta el final. Si hay que hablar en voz baja para golpear muy
alto, su susurro es casi una orden. Mucho cuidado con él. No pensará dos veces
hacer todo lo necesario para derramar la sangre, porque, en el fondo, eso no
tiene demasiada importancia. Lo verdaderamente importante es que sea en el
momento más adecuado.
Malika es una mujer de
estatura inalcanzable que guarda una cicatriz en su vientre para revivir
siempre todas las razones que la impulsan hacia la infiltración, hacia jugarse
el todo por el todo y hacia emplear todos los recursos a su alcance para lograr
los objetivos previstos. Ella es mujer y lo tiene más difícil en el patriarcado
islámico de los más fanáticos. No tiene derechos. No puede hablar. No puede
pensar por sí misma. No está ahí más que para procrear y servir nuevos
guerreros a la guerra santa por Alá. Sin embargo, es extraordinariamente inteligente
y posee un valor propio de mujer. Ella tendrá siempre la mano extendida para
quien lo necesite y aguantará hasta el último minuto para no dejar a nadie
atrás. El espionaje, a menudo, olvida a los que le sirvieron bien.
Raqa
es
una película excepcionalmente valiente porque muestra sin tapujos la terrible
injusticia del Estado Islámico con las mujeres. Y el director Gerardo Herrero
acierta con la huida de la tortura, un recurso que el cine de espionaje ha
utilizado con demasiada frecuencia en los últimos años, y también con el tiempo
requerido para cada escena, porque ahí es donde reside la tensión de todas las
situaciones que implican a los protagonistas. El Saharaui trabaja para los
rusos. Malika para la Europol. Y ambos emplean todas sus experiencias para
atrapar a ese cabecilla fantasma que en ningún momento se muestra y que tan
sólo le conoce como “El Jordano”. Así es el miedo, casi nunca enseña su rostro.
Sólo sus tentáculos ya harían temblar a cualquiera y la prolongación justa de
cada escena en la que sus protagonistas deben mantenerse en su papel es el
centro de la mano apretada y el corazón encogido.
Para ello, Herrero cuenta con dos interpretaciones potentes, irreprochables, muy bien armadas de Álvaro Morte y, especialmente, de Mina El Hammini con su heterocromia en la mirada y su progresiva intensidad. Ellos dos son buenas razones para ver esta película y darse cuenta de que vivimos en un mundo que puede traicionarnos en cuanto los ojos inspeccionen lo indebido o la lengua exhale las palabras más prohibidas. No es una obra maestra, pero es un golpe de fuerza hacia las historias bien hiladas, bien producidas y bien contadas.
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