Allí donde los
callejones huelen a cemento cansado y el calor aprieta con sus garras de
humedad, un niño juega en la calle y encuentra un perro abandonado. Quizá sea
una fiera o puede que sea un animal con corazón. Eso sólo lo podrá decir el
asfalto ardiendo, pero lo cierto es que las lecciones de magia, de vez en
cuando, ocurren porque un ángel pasa raudo y veloz y echa una mirada sobre las
injusticias. En este caso, un casero que olvidó en algún lugar de su alma la
compasión y la comprensión, tiene que recibir un aprendizaje a pie de arrabal.
Y el casero es el perro. Es lo que tienen los ángeles, que eligen la forma más
inesperada para que las personas se den cuenta de lo que son y de lo que deben
ser. El niño y el perro formarán una dupla maravillosa, ayudándose mutuamente
en un paisaje de casas en ruina, de solares en construcción, de desarrollo de
incierto futuro y de personalidades en ensamblaje. Tan sólo poniendo cariño en
las cosas que hacen. Tan sólo siendo personas, y no perros.
Ladislao Vajda impartió
de nuevo un par de enseñanzas con esta historia que se halla al borde del
realismo mágico con producción española y con el rostro inolvidable de Pablito
Calvo en la piel de ese niño listo y desamparado y con Peter Ustinov haciendo
de casero y de perro. El resultado no sólo es tierno y moralizante, sino que
también es tremendamente divertido, con un Ustinov que llega a la desinhibición
de forma sorprendente y juguetona, pasando del casero sin escrúpulos al hombre
sin cobardías. Con una fotografía espléndidamente climática de Enrique Guerner
y con colaboración italiana en la producción y en la escritura de guión, esta
fábula de perro, niño y casero llega a acariciar los sentimientos con elegancia
y sin recargar las tintas, siempre y cuando se sepa lo que se está viendo. En
cada adoquín caído en el suelo hay una desgracia y en cada sonrisa dibujada por
el niño que, por fin, se siente acompañado, hay una buena parte de felicidad. El
cielo puede que sea un sitio entre cascotes de un barrio periférico de Nueva
York, aunque, tal vez, si volvemos a la realidad, sólo sea España deseando
soñar.
Así que es el momento de dejarse llevar por el hechizo de lo inexplicable que acaba por ser la realidad necesaria. En los instantes difíciles, puede que haya que dejar un poco más de lado la llamada del vil metal y actuar de esa manera que no somos nunca, o que, al menos, no dejamos ver. Casi siempre, la propia felicidad estriba en la capacidad de hacer felices a los demás y el ángel que pasa por Brooklyn lo sabe muy bien. En un barrio debe haber niños gritando, cantando la alegría desbordante que guardan en su interior, una expresión de libertad que no se puede comparar a ninguna pancarta o algarabía. Pongámonos en el lomo de la diversión y puede que consigamos llegar a algún lado que no sospechábamos que existiera.
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