viernes, 29 de noviembre de 2024

UN ÁNGEL PASÓ POR BROOKLYN (1957), de Ladislao Vajda

 

Allí donde los callejones huelen a cemento cansado y el calor aprieta con sus garras de humedad, un niño juega en la calle y encuentra un perro abandonado. Quizá sea una fiera o puede que sea un animal con corazón. Eso sólo lo podrá decir el asfalto ardiendo, pero lo cierto es que las lecciones de magia, de vez en cuando, ocurren porque un ángel pasa raudo y veloz y echa una mirada sobre las injusticias. En este caso, un casero que olvidó en algún lugar de su alma la compasión y la comprensión, tiene que recibir un aprendizaje a pie de arrabal. Y el casero es el perro. Es lo que tienen los ángeles, que eligen la forma más inesperada para que las personas se den cuenta de lo que son y de lo que deben ser. El niño y el perro formarán una dupla maravillosa, ayudándose mutuamente en un paisaje de casas en ruina, de solares en construcción, de desarrollo de incierto futuro y de personalidades en ensamblaje. Tan sólo poniendo cariño en las cosas que hacen. Tan sólo siendo personas, y no perros.

Ladislao Vajda impartió de nuevo un par de enseñanzas con esta historia que se halla al borde del realismo mágico con producción española y con el rostro inolvidable de Pablito Calvo en la piel de ese niño listo y desamparado y con Peter Ustinov haciendo de casero y de perro. El resultado no sólo es tierno y moralizante, sino que también es tremendamente divertido, con un Ustinov que llega a la desinhibición de forma sorprendente y juguetona, pasando del casero sin escrúpulos al hombre sin cobardías. Con una fotografía espléndidamente climática de Enrique Guerner y con colaboración italiana en la producción y en la escritura de guión, esta fábula de perro, niño y casero llega a acariciar los sentimientos con elegancia y sin recargar las tintas, siempre y cuando se sepa lo que se está viendo. En cada adoquín caído en el suelo hay una desgracia y en cada sonrisa dibujada por el niño que, por fin, se siente acompañado, hay una buena parte de felicidad. El cielo puede que sea un sitio entre cascotes de un barrio periférico de Nueva York, aunque, tal vez, si volvemos a la realidad, sólo sea España deseando soñar.

Así que es el momento de dejarse llevar por el hechizo de lo inexplicable que acaba por ser la realidad necesaria. En los instantes difíciles, puede que haya que dejar un poco más de lado la llamada del vil metal y actuar de esa manera que no somos nunca, o que, al menos, no dejamos ver. Casi siempre, la propia felicidad estriba en la capacidad de hacer felices a los demás y el ángel que pasa por Brooklyn lo sabe muy bien. En un barrio debe haber niños gritando, cantando la alegría desbordante que guardan en su interior, una expresión de libertad que no se puede comparar a ninguna pancarta o algarabía. Pongámonos en el lomo de la diversión y puede que consigamos llegar a algún lado que no sospechábamos que existiera.

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