Como decía Manuel
Alcántara: “Eran tiempos muy difíciles,
pero, tal vez, eran los más nuestros” y esta serie de estampas en el Madrid
alrededor de 1950 no hace más que reafirmase en esa sentencia. Por aquellas
calles de una nación triste y necesitada, pululaban todo tipo de personajes que
la hacían ridícula, sí, pero también única. En este fresco lleno de viñetas nos
encontramos con gente buena, gente mala, gente cierta, gente equivocada, gente
de ida, gente engañada, gente engañosa, gente…sólo gente. Tal vez, como ahora
mismo, sólo que con más hambre. Por ahí tenemos al paralítico que perdió una
pierna en cada bando. O al optimista que cree firmemente que España es la
reserva espiritual de Occidente. O al listo que comercia con el estraperlo de
la cultura. O la grotesca representación de una corrida de toros en el
escenario del Florida Park del Retiro, con sus olés, sus aplausos y su petición
de oreja. España…España…qué triste y qué hermosa. Tú bien vales un baile casi
etéreo al son de Cheek to cheek, o la
bondad de unos compañeros de banco que se aprestan a una farsa con tal de que
el conserje, pobre e ingenuo, quede bien con su familia. Sí, esos mismos
compañeros que apuestan por uno de ellos en un duelo inimaginable contra la
máquina calculadora, de manivela y reciente aparición. De alguna manera,
volvemos a La colmena, de Mario
Camus, con otro plantel de intérpretes extraordinario, que va de María
Asquerino a Agustín González, de Miguel Rellán a Carlos Hipólito, de Alfredo
Landa (fantástico diagnosticando el mal de un coche por teléfono en base a su
ruido) a Andrés Pajares, de Elsa Pataky, quizá en su mejor interpretación, a
Antonio Dechent, de Enrique Villén a Luis Varela, de Fernando Guillén Cuervo a
Ana Fernández, de Ángel de Andrés López a Aurora Bautista, de Manuel Galiana a
Luisa Martín…y muchos más. Todos ellos con esa visión de la España oportunista,
que estaba a la que saltaba con tal de sobrevivir. Muchos países dentro de esa
nación que se arrastraba por el gris, por el paletismo, por los días sin sol y
el frío inclemente.
José Luis Garci, al
lado de Horacio Valcárcel en el guion, consiguió una excelente película,
primorosamente fotografiada, sin un hilo argumental aparente. Sólo son escenas
de aquellos días tan espantosamente difíciles y, sin embargo, tan nuestros. Decenas
de historias, con sus inquietudes, sus inmensas frustraciones, sus sueños de
cortísimo alcance porque, con toda probabilidad, sólo llegaban al día
siguiente. No era tiempo de poetas, sino de listos. No era tiempo de
supervivencia, sólo de vivos.
No falta el buen humor en muchas de esas estampas rápidas y resueltas con dos pinceladas maestras. Madrid está cansada, con sus luces miserables y sus nieblas impertinentes. La gente deambula de aquí para allá, con sus planes racionados, sus dineros escasos y extraviados, sus corazones heridos. Quizá, nos dice Garci, no hemos acabado de superar todo aquello. Por eso, es bueno que el cine vuelva a recordarnos que hubo un tiempo en el que había menos comida y más personas.
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