miércoles, 20 de noviembre de 2024

APUNTA, DISPARA Y CORRE (1986), de Peter Hyams

 

La soleada Florida. Un paraíso. Especialmente para esos tipos que se pasan el día en una ciudad fea y gris como Chicago, persiguiendo a traficantes que no hacen más que ensuciar las calles y las almas y hacen que la vida sea más difícil. Hughes y Constanzo son un par de policías que sueñan con retirarse y abrir un bar a pie de playa. Sin embargo, van a saldar una deuda antes de que les llegue el soñado retiro. Habrá que atrapar al mismo fulano que consiguió que les suspendieran de empleo y sueldo y no va a ser tarea fácil. Chicago es un agujero lleno de nieve y frío y el tipo es más escurridizo que una anguila. No en vano se esconde en una zona de la ciudad denominada “El pozo de serpientes”. Hughes y Constanzo van a luchar por su sueño aunque, para ello, tengan que atravesar toda una pesadilla.

La caza está servida. Los dos policías son atrevidos, valientes y muy divertidos. Sembrarán Chicago de coches destrozados y de chistes y carcajadas. Siempre saben ver el lado cómico del asunto aunque no tenga ninguna gracia. Apuntan, disparan y corren, aunque no siempre en la dirección adecuada. Son un dolor de cabeza para el departamento de policía, pero algún precio hay que pagar ante dos policías que están dispuestos a no detenerse ante nada para atrapar a un delincuente. Si, de paso, consiguen un billete de ida sin vuelta a Miami Beach, pues estupendo. Destrozan media ciudad y listo. Total, no van a vivir allí.

Después del éxito que obtuvo con 2010: Odisea dos, el director Peter Hyams articuló una de las historias más ágiles dentro de ese género que proliferó en los ochenta bajo el nombre de buddy movies, o películas de colegas, en el que dos individuos, generalmente policías o agentes del orden, persiguen a los malos dejando muestras de una camaradería sin igual a pesar de ser bastante diferentes. En este caso, Hughes es más serio, aunque muy pendenciero. Constanzo es el bromista, el chistoso, el que no duda en arrancar una sonrisa aunque estén lloviendo balas de punta. El resultado es una película muy divertida, que fue un gran éxito en la época y que deja un regusto muy agradable como trama de acción de dos policías alocados, excelentes en su trabajo, pero que ya les importa todo muy poco…excepto la posibilidad de aprovechar la herencia de una tía para que Florida sea su nuevo Edén.

Así que los disparos van a invadir las calles de Chicago y los dos policías se van a ver en todo tipo de situaciones. Incluso van a ir en calzoncillos largos por las gélidas calles de Chicago tratando de cazar a una rata que se cree más listo que ellos. Gregory Hines y Billy Crystal les dan cuerpo y razón y, prometo por la última bala de mi cargador, que es imposible no quererlos y compartir con ellos sus inquietudes ante una urbe que les ahoga y les echa por la puerta de atrás. Lo mejor es agarrar al fulano del Mercedes, meterlo en la jaula y echar a volar lejos, muy lejos, allí donde las chicas patinan en el paseo marítimo y un zumo aderezado con algo fuerte sabe a mar y libertad. De eso, saben un rato.

martes, 19 de noviembre de 2024

SCHEHEREZADE (1947), de Walter Reisch

 

Esta es una de esas películas que nadie conoce, que nadie desea ver y que, sin embargo, todo el mundo debería disfrutar. Estamos en la era del Hollywood dorado y el Technicolor nos sumerge en un mundo de fantasía e inspiración de la mano de un joven marinero de la Academia Naval Rusa que lleva el nombre de Nikolai Rimsky-Korsakow. Hasta un puerto del Marruecos español llega su barco-escuela y el futuro compositor se impregna de tonalidades árabes, africanas y españolas para incorporar a su obra en años venideros. Sin embargo, una mujer de doble vida subyuga su visión y comienza a escribir un ballet sinuoso, de atrayentes virtudes melódicas de raíz árabe, contando un cuento de las mil y una noches que fue uno de sus mayores éxitos. Es evidente, todo es una ficción revestida de pentagrama, pero es verdad que Rimsky-Korsakow existió y también es verdad que sirvió en la Armada rusa.

La película es un modelo de cuidado en su puesta en escena, con una fotografía sencillamente esplendorosa en sus colores, debida a Hal Mohr y William Skall y dirigida por Walter Reisch, más conocido por su trabajo en guiones como los de Ninotchka o Luz que agoniza. También muchísima atención al imaginativo trabajo en los decorados del gran Eugene Lourié, con un reparto que queda inmortalizado con esos fondos de fantasía y entre el que destaca por derecho propio Yvonne de Carlo. Si hay que ponerle algún fallo a la película, es en la elección de su protagonista, Jean Pierre Aumont, en la piel del compositor ruso, un actor que siempre paseó sus tremendas limitaciones interpretativas por debajo de un físico atrayente aunque no espectacular. Mención especial merece, en un papel secundario, la siempre maravillosa Eve Arden, incorporando a Madame de Talavera. Por lo demás, es el momento de convertirse en cuerda de violín, en arco de melodía, en coda de orquesta y en fascinación. Scheherezade está a punto de salir a escena.

Melodrama salpicado de romanticismo musical, alusiones homoeróticas que pasaron la censura de forma incomprensible (la película se estrenó en España sin cortes), con su toque irremediablemente kitsch aunque innegablemente elegante, orquestaciones espectaculares a cargo de Miklos Rozsa, y, por supuesto, los consiguientes tópicos árabe-españoles según la imaginación hollywoodense, pero el conjunto final es arrebatadoramente encantador, en el que los rojos y los azules se erigen como protagonistas propios en esa búsqueda de un piano que emprende ese marinero que pretende ser músico. Con la originalidad añadida de que Rimsky-Korsakow está más interesado en sus aspiraciones como compositor que en la fascinación sexual que puede despertar en él esa bailarina, hija de papá que siente la llamada de la farándula con tanta fuerza como la que experimenta el marinero con sus notas.

Hay que dejarse llevar por los sueños. Esto nunca ocurrió. Sin embargo, nadie puede asegurar que en una noche, en alta mar, un cadete de la marina llamado Nikolai Rimsky-Korsakow no soñara con algo parecido a lo que ocurre aquí. Nunca ha habido adaptadores de sueños en el cine. Esos delirios son difíciles de encontrar. Puede que estén en un puerto perdido del Marruecos español. Por cierto, Nikolai Rimsky-Korsakow sí estuvo en España durante tres días. Los suficientes como para imbuirse de los ritmos patrios y trasladarlos a una partitura en su Capricho español.

jueves, 14 de noviembre de 2024

QUINCY JONES: VOLANDO A BIRDLAND

 

Muchas son las facetas que desempeñó Quincy Jones en el mundo de la música. Sin duda, su labor como productor pudo ensombrecer sus logros como intérprete y como compositor, pero de lo que no cabe duda es que realizó una importante contribución a las bandas sonoras cinematográficas haciendo que el jazz alcanzase su mayoría de edad, junto a otros compositores como Johnny Mandel o Elmer Bernstein.

Consumado trompetista de jazz, se introdujo en la orquesta de Count Basie. El viejo director no tardó en apreciar el enorme talento que había incorporado y enseguida le encomendó la tarea de encargarle de los arreglos de los temas que formaban parte del repertorio de la banda con resultados extraordinarios. La aportación de Jones consistía, básicamente, en una orquestación ágil, haciendo que el sonido de Basie y sus muchachos fuera inmediatamente reconocible, ante todo, por una espectacularidad pocas veces igualada en la música de jazz. El salto al cine, era inevitable.

La primera banda sonora que compuso es la de la excelente película de Sidney Lumet El prestamista, posiblemente el mejor papel que interpretó nunca Rod Steiger. En un ambiente agobiante, en el que predomina la culpa por la supervivencia judía, Jones introduce sorprendentemente una música melódica que bebe del jazz para articular la complejidad mental del protagonista, atrapado en su moral y en su deber. Un debut que dejó bien claro que Jones no era un advenedizo.

Con Espejismo, de Edward Dmytrik, una estupenda película de suspense protagonizada por Gregory Peck, Diane Baker y Walter Matthau, se recogen las hechuras de Duke Ellington para retratar musicalmente la confusión que sufre el personaje principal, capaz de recordar que ha bajado las escaleras de un sótano que no existe, que ha deambulado en estado de shock y que, sin embargo, parece que hay una cierta conspiración para evitar que hable sobre algo que ha visto y que le ha dejado totalmente traumatizado. Una excelente banda sonora, algo menos brillante que la anterior, para una película que merece la pena rescatar.

Sidney Pollack le requiere para su debut en el cine en la áspera La vida vale más, con Sidney Poitier y Anne Bancroft en la cabecera de cartel. Jones, aquí, se decanta por alejarse un poco del jazz para adentrarse en la dimensión psicológica de una chica que llama a alguien sólo para que la escuche después de un intento de suicidio y el hombre que la ha atendido comienza a investigar sobre la vida de esta mujer, fascinado por su desesperación.

Su siguiente intento es totalmente distinto. Se trata de una comedia amable que significó la despedida del cine de Cary Grant y es Apartamento para tres, de Charles Walters. En esta ocasión, Jones opta por la jovialidad de un tema de esos a los que los pies no se resisten más tres o cuatro compases. Un excelente tema de jazz con una instrumentación propia de los años sesenta, con silbidos y un ritmo contagioso que ilustra, con peculiar maestría, el tono desenfadado de la película.

Su siguiente trabajo marca una de las cimas de su aportación al cine. Se trata de la banda sonora de Llamada para un muerto, de Sidney Lumet. A ritmo de bossa nova, Jones compone música para la encrucijada personal del protagonista, un maravilloso James Mason, que debe investigar el extraño suicidio de un funcionario de los servicios secretos. Además de todo ello, también es capaz de reclutar la voz de Astrud Gilberto para el tema principal Who needs forever, en el que la sedosa entonación de la cantante nos traslada a las noches sin fin en las que Charles Dobbs-George Smiley trata de desentrañar un misterio que le toca muy cerca.

Otra de sus cumbres en cuanto a composición se halla en la extraordinaria banda sonora, climática y acertada, de En el calor de la noche, de Norman Jewison, acompañando al Inspector Tibbs que incorpora Sidney Poitier a través de las cálidas madrugadas de una localidad de Mississipi tratando de encontrar al asesino de un empresario que iba a construir una fábrica en la ciudad. Rod Steiger le ofrece el contrapunto para que sepamos que el tema principal cantado por Ray Charles es ya historia del cine y de la música.

La atonal y difícil banda sonora de A sangre fría, de Richard Brooks, puede que no sea recordada por su melodía, prácticamente inexistente salvo en un tema aislado, pero no cabe duda de que ofrece una descripción melódica en la que se utilizan los más diversos instrumentos, principalmente de percusión, a la vez que trata de mantener el oído tan tenso como atento a esta historia que deja a cualquier espectador con la sangre congelada al comprobar que el Estado puede ser tan brutal como los asesinos a los que condena.

La última película del director Anthony Mann y completada por el actor Laurence Harvey, Sentencia para un dandy, apunta a Jones a las instrumentación propias de Centroeuropa en una historia de espionaje donde nadie es lo que parece y todos son lo que aparentan. Una película olvidada y algo deslavazada que ha quedado olvidada, posiblemente, porque la confusión se hizo cargo del rodaje y de la posterior edición debido al fallecimiento de Mann.

Quincy Jones tenía que unirse a la ilustre nómina de compositores de cine que han probado suerte en el terreno del western y lo hizo en una película enormemente popular bajo la dirección de Jack Lee Thompson como es El oro de McKenna,  con un reparto de campanillas encabezado por Gregory Peck y secundado por nombres tan ilustres como Telly Savalas, Omar Sharif, Burgess Meredith, Lee J. Cobb, Raymond Massey, Anthony Quayle, Edward G. Robinson y Eli Wallach. El resultado fue excelente, con la aportación vocal de José Feliciano acompañando la odisea de todos esos personajes que buscan lo que, quizá, nunca llegó a existir.

Se deja arrastrar por la moda del clavicordio en llave jazzística para Un trabajo en Italia, con Michael Caine y los coches Mini corriendo por toda Italia. A destacar ese maravilloso arreglo con el título Greensleaves and all that jazz en el que versiona en clave de jazz el mítico tema tradicional inglés.

Agarra el Aleluya, de Händel y lo versiona para Bob, Carol, Ted y Alice para unirse a esta comedia sobre la levedad del matrimonio y las ventajas del cambio de pareja que Paul Mazursky hizo a finales de los sesenta con Elliot Gould, Robert Culp, Natalie Wood y Dyan Cannon. El estreno de esta película lo puso todo patas arriba.

Cuenta con la divina Sarah Vaughan para el tema The time for love is anytime dentro de esa deliciosa comedia protagonizada por Ingrid Bergman y Walter Matthau que es Flor de cactus, de Gene Saks. No cabe duda que elige un tono melancólico para una película que es ligera, estupenda y optimista y quizá no esté del todo acertado, aunque la canción es excepcional. En todo caso, merece la pena volver a este título que hace que la sonrisa no se caiga de los labios.

Ligero es su trabajo para esa comedia de colmillo afilado que es Los encantos de la gran ciudad, con Jack Lemmon y Sandy Dennis siendo literalmente engullidos por la gran urbe, como augurando una gran mentira ante una visita que está condenada a la enseñanza y el fracaso en el tono más divertido.

Inmerso ya en las tendencias musicales de los setenta, Jones compone la banda sonora de Supergolpe en Manhattan, su tercera colaboración con Sidney Lumet, con profusión de instrumentos propios de la época como el uso del piano eléctrico y el sintetizador dando paso a un tema lleno de dinamismo y jazz en una película que se antoja trepidante con Sean Connery, Dyan Cannon y un juvenil Christopher Walken en los principales papeles y con la colaboración de Toots Thielemans con la armónica.

Igualmente de ágil es la banda sonora que compone para esa joya totalmente olvidada de la filmografía de Richard Brooks que es Dólares, con un inolvidable tema principal cantado por Little Richard. Una auténtica joya que apenas se recuerda y que hace que la cadera se mueva en busca del ritmo.

Le puso misterio y buen humor a la banda sonora de Un diamante al rojo vivo, de Peter Yates, con Robert Redford y George Segal al frente del reparto. Original y ciertamente colorista, la música de la película acompaña a estos ladrones un tanto chapuceros en la ejecución de un robo de guante blanco que acaba por ser de garganta estrecha.

Los nuevos centuriones, protagonizada por George C. Scott y Stacy Keach, fue un gran éxito que describió el duro trabajo de los policías de calle, con sus problemas y sus rutinas, que Quincy Jones describió musicalmente con la maestría de muchos elementos propios del jazz de los setenta y especialmente de Isaac Hayes con su tema para Shaft, siempre con grandes elementos de percusión, aunque no cabe duda de que al escuchar de nuevo estos temas se almacena la sensación de que todo se ha quedado un poco trasnochado.

En la memoria siempre ha quedado ese tema de armónica, desesperanzado y solitario, que adorna La huida, de Sam Peckinpah, con Steve McQueen y Ali McGraw tratando de escapar de errores del pasado con una escopeta de cañón recortado y ciertas dosis de osadía. Una banda sonora que ha quedado como una de las mejores, a pesar de que Jones incidió sobre esa sensación de extravío que recorre toda la partitura.

A partir de aquí, Jones abandona su actividad cinematográfica y se centra básicamente en sus labores de producción musical llegando a trabajar en los ochenta para Michael Jackson. Sólo sale de su retiro para coordinar toda la banda sonora de El color púrpura, de Steven Spielberg, con algunos retazos de composición propia destacando, por supuesto, ese tema también ya inmortal como es el Miss Celie´s blues.

Sólo un trabajo más desde 1985 para el cine y se trata de la banda sonora para Lola, una película que ha cosechado unas críticas muy adversas, de Nicola Peltz Beckham y que ha sido estrenado durante este mismo año con muy pobres resultados. Una despedida indigna para un hombre que revolucionó las bandas sonoras haciéndolas atractivas para figurar en la discoteca de cualquier melómano en los sesenta y que aportó soluciones muy imaginativas para los más diversos argumentos, demostrando versatilidad y talento a partes iguales. Probablemente, en este momento, estará volando a Birdland, la tierra donde descansan todos los músicos que amaron el jazz y, mientras tanto, le estará proporcionando el último éxito a Charlie Parker a quien tanto admiraba. Jones para un cielo con banda sonora.

EL MÉTODO KNOX (2024), de Michael Keaton

 

La enfermedad de Creutzfeld-Jacob es una forma de demencia senil de desarrollo rápido que, de forma metódica, va asesinando todos los recuerdos uno por uno. Para un hombre que se dedica a matar por encargo, resulta un problema de cierta envergadura, aún sabiendo que lo es para cualquier otro mortal. Eso es lo que le pasa a John Knox. Es un profesional serio, que ha dejado los sentimientos en algún lugar de su pasado, ese mismo que se le está borrando a velocidad de vértigo. Aún tiene un par o tres de semanas de tiempo para ir cerrando algunas cosas pendientes. Especialmente una que se le presenta de improviso. Es un último favor para alguien a quien debe un sacrificio. Es el momento perfecto. Es la excusa perfecta.

Así que Knox va a liquidar todos sus activos para repartir entre las personas que más ha querido en su vida. Su ex mujer, su hijo y la prostituta que le ha dado algo de cariño y conversación todos los jueves por la tarde. Al mismo tiempo, debe resolver un asunto feo y, para no cometer ningún error causado por la falta de memoria, lo apunta todo en un cuaderno que acabará quemando, igual que todos sus recuerdos. Para ello sólo confiará en un amigo, el mismo que le colocó en el negocio. Mientras tanto, Knox irá perdiendo reflejos, no se acordará de palabras, se sentirá extraviado en medio de un bosque…pero lo que no va a perder de ninguna manera hasta que sea inevitable es la memoria de matar. Sabe cómo hacerlo. Sabe en qué momento. Sabe a quién.

Resulta extraño comprobar que una película notablemente bien dirigida por el propio Michael Keaton, muy bien interpretada por él mismo y por esos grandísimos intérpretes que le acompañan como Al Pacino y Marcia Gay Harden, goza de un estreno limitado, casi de tapadillo. Parece como si quisieran atontar al público con nimiedades de corte estúpido y que las películas que guardan un cierto poso de inteligencia e, incluso, de arte tienen que llevar colgada la etiqueta de rara, de despreciable e, incluso, de prescindible. Esta es una de ellas.

Y, desde luego, Michael Keaton resulta tremendamente acertado en la piel de ese asesino a sueldo con una expresividad tan precisa que se sabe con certeza en qué momento está centrado en lo que dice y en lo que hace y en qué instante el recuerdo huye de él como una bala disparada por su arma. Estamos ante una película de cine negro diferente y notable, con una premisa que ya se pudo ver en la inferior La memoria de un asesino, con Liam Neeson, pero desarrollada con más talento y mucho más cuidado. Se acompaña a ese Knox que está diluyéndose en la nada, se sufre con él y, al mismo tiempo, se posee una cierta sensación de que todo lo que le pase es bastante merecido, por mucho que busque una redención que haga olvidar lo que es, lo que ha sido y lo que ya no podrá ser.

Somos nuestros recuerdos. Más felices. Menos afortunados. Viles. Maravillosos. Descriptivos. Pesados en nuestra mochila. Ligeros en nuestras justificaciones. Puede que, en el fondo, incluso cuando se está borrando todo, quede esa sensación de que debimos amar más, con mayor intensidad, con mucho más sentido. Tal vez para que no fuéramos corazones insensibles de sangre debida y dinero guardado. Aferrarnos a nuestros amigos. A los que llevan nuestra huella, aunque a menudo pensemos que no hemos dejado ninguna. Puede que nosotros no nos acordemos de todo ello si la naturaleza se empeña, pero los demás, sí. Y eso es lo que verdaderamente importa.

miércoles, 13 de noviembre de 2024

THE TOWN (Ciudad de ladrones) (2010), de Ben Affleck

 

Salir del agujero. No volver nunca más a esa ciudad fría, llena de contrastes, donde conviven en una mezcla imposible los universitarios, los ejecutivos y los atracadores. Boston ofreció muchas oportunidades y todas pasaron de largo. Es hora de dar un último golpe y largarse, empezar a mirar la vida desde un lugar soleado. Aunque las casualidades se vayan amontonando en una auténtica burla del destino. Es difícil dejar atrás a los amigos, a los que han sido tus compañeros durante toda la vida, pero no lo es tanto si se saben todas las curvas. La policía está ahí, fisgando, huroneando, metiendo la sospecha en todo para que, si es posible, todo se dinamite desde dentro. Esos tipos que atracan bancos no tienen la más mínima ética… ¿o sí? No, no puede ser. Van armados hasta los dientes y no dudan en ser brutales si la ocasión lo requiere. Sólo desean el dinero, que canalizan a través de un florista que, por lo que se ve, estuvo pateando los cuadriláteros de tercera por los barrios de Massachussets. La vida es difícil en Charlotesville. Es el barrio con mayor densidad de atracadores del mundo. Otro día en la ciudad perfecta.

Todo debe ser planeado al milímetro y nadie debe ser capaz de atar todos los cabos en los trabajos que están pensados con tanto cuidado. Es entrar, coger y salir. El tiempo es vital. Se saben los tiempos de respuesta de la policía y se lleva una pragmática emisora de radio en la misma onda que las fuerzas del orden. Se sabe lo que van a hacer antes de que lo hagan. Dos disparos al aire para amedrentar y ya está. Y si es necesario, se coge a un rehén para que los perseguidores se lo piensen dos veces. Es adrenalina pura y no es fácil desengancharse porque, además, va con premio adjunto de diversos ceros. Salir de allí. Ya está bien. Llega un momento en que es molesto tener a alguien soplándote en la oreja a cada minuto. Es hora de ganar. Es hora de irse.

Excelente película que demuestra, una vez más, el competente director que es Ben Affleck, retratando el ambiente de un barrio que se mueve entre drogas y vidas perdidas. Su habitual impasibilidad como actor se compensa con un sentido extraordinario del ritmo y de la narración, dejando las secuencias de lucimiento a un brillante Jeremy Renner y a un eficaz Jon Hamm. La inteligencia se reserva a su personaje, un tipo que siempre va un paso por delante de los demás y al que es muy difícil pillar en un renuncio. Es lo que tiene vivir toda la vida en Charlottesville. Llega un momento en que te las sabes todas y conoces cada uno de los movimientos que se van a realizar a tu alrededor. Por mucho que el amor esté desterrado en esa existencia sin freno. Por mucho que el destino, con toda probabilidad, sea una celda en alguna cárcel de duchas comunitarias. Es mejor dejarlo todo como está y desaparecer. Quizá, en algún momento, la chica de tus sueños aparezca a tu lado con una bolsa llena de dinero.

martes, 12 de noviembre de 2024

SHINE (1996), de Scott Hicks

 

El exceso de cariño puede conducir a la locura. El deseo de realizar los sueños frustrados en los hijos es un pasaporte directo hacia la perdición. Se debe empujar, motivar, pero no demasiado. Y David Helfgott, el gran pianista, lo vivió en carne viva. No sólo tuvo que sufrir a un padre que no supo medir el límite de su exigencia en la vida y delante del teclado, sino que tuvo que luchar ante la dificultad del dominio completo de un instrumento que, en el fondo, casi siempre se erige en enemigo del intérprete. El Concierto número 3 para piano y orquesta de Sergei Rachmaninov, no es un concierto de piano, es un concierto contra el piano. Y se convierte en una obsesión y, en determinado momento, en una meta para recuperar el cariño siempre insustituible de un padre que jamás ejerció como tal a pesar de que creyó que sí. Los problemas psicológicos acompañaron a Helfgott para siempre, con una neurosis repetitiva, con un comportamiento errático e inadecuado en cada situación. Sólo era realmente él cuando se sentaba delante de un piano. Allí era Dios. Y no podía serlo en todas y cada una de las circunstancias de su propia vida.

No cabe duda de que la película está estructurada como un concierto para un instrumento, siendo éste el propio David Helfgott, soberbiamente interpretado por Geoffrey Rush en su edad adulta y por Noah Taylor en sus años jóvenes. Ambos se compenetran a la perfección en el retrato del músico que cada vez quería llegar más alto y que, sin embargo, cada vez caía más bajo. Amor es la palabra clave. Amor en su justa medida. Amor incondicional, pero moderado en su expresión. Eres el mejor, pero no tienes por qué serlo. Vas a ser el mejor, pero hay otras cosas importantes en la vida. Para mí, eres el mejor. Siempre lo serás. Hagas lo que hagas. No hace falta que seas el mejor para los demás. Por mucho Rachmaninov que haya de por medio. Toca el piano. Toca porque te divierte y te gusta. Toca todo lo que quieras y lo mejor que puedas. No toques por un continuo afán de superación. Toca porque el arte está ahí, en las yemas de tus dedos. Sin límite. Con la razón por delante.

Con la paranoia de querer ser el mejor, es muy difícil encontrar a alguien que te tome en realmente en serio. Más allá de las blancas y negras del piano y de la partitura, alguien debe amarte por lo que eres, no por lo que puedes llegar a ser. Tal vez, alguien que encuentre gracioso que saltes en una cama elástica sin más atuendo que una gabardina desabrochada. Tal vez, alguien que se preocupe por ti sin ahogarte con el abrazo. Hay algunas personas que eso se les da especialmente bien. Y eso, si se usa la inteligencia como instrumento, redundará en la perfección de la música. No es difícil de entender. El apoyo es fundamental. El aplastamiento es terrible. La vida continúa. Y Helfgott hizo volar sus manos sobre el piano.

viernes, 8 de noviembre de 2024

EL RESTO ES SILENCIO (1959), de Helmut Kautner

 

El mundo industrial alemán, con sus tremendas fábricas que se han volcado en la recuperación económica tras la guerra y en íntima colaboración con los americanos, acaba por ser el escenario para un crimen. Un joven, que estudia en los Estados Unidos, debe volver de urgencia a Alemania, porque su padre ha sido asesinado. Y se propone descubrir al culpable y ver lo que ha pasado. De momento, tiene por dónde empezar porque su propio tío se ha hecho cargo del imperio industrial y no tiene ningún problema en coquetear con la madre del joven. Y así, el entramado de fábricas no tendrá ninguna fisura interior que condene el progreso cada vez más imparable de la maquinaria teutona. El problema es que el joven mete demasiado las narices en la investigación y el tío intentará eliminar también ese pequeño inconveniente….ahora que caigo… ¿no les suena de algo este argumento?

Sí, sí, hombre. Tal vez, si prescindimos de la ropa y del ambiente, lo mismo podríamos trasladarnos a una corte en Dinamarca, allí donde todo huele a podrido, y nos encontramos con otro joven príncipe que también está tremendamente afectado por la muerte de su padre y se encuentra con que su tío hereda el reino y celebra unos esponsales con su madre…

Y es que el resto es silencio. Eso es lo que decía la última línea del bardo inmortal en su obra y aquí, muchos años después, con la todopoderosa maquinaria industrial del tejido empresarial alemán urdido tras la guerra, se repite. En el fondo la historia, al igual que la ficción, también es cíclica…menos mal que aquí nos movemos en el terreno de la ficción… ¿o no?

Helmut Kautner, uno de los directores más importantes del cine alemán de posguerra, decidió llevar adelante ese Hamlet particular que, más tarde, el propio Akira Kurosawa también trasladaría al tejido empresarial japonés con Los canallas duermen en paz. El resultado, además de ser una película espléndidamente fotografiada, con interpretaciones muy ajustadas de Hardy Kruger como el joven y Peter Van Eyck como el tío, es muy aceptable y, lo que es aún mejor, creíble. No cuesta nada imaginar ese entramado de conspiraciones empresariales, que también incluye espionajes comerciales y misterios profundos, con la sombra de los nazis proyectada a través del trasunto del personaje de Polonio que, a pesar de los años transcurridos desde la guerra, aún sigue dominando gran parte de los puestos directivos del empresariado germánico. Ya se sabe, los amigos que fueron enemigos deben ser nuestros amigos porque, si no es así, ¿quién parará la sombra del terror rojo?

Así que, con ligeras variaciones de corte contemporáneo, prepárense para unas horas de conspiraciones en despachos cerrados a cal y canto, con la sombra del acero de los altos hornos al fondo, con el retorcimiento propio de unos personajes cegados por la ambición y el deseo…nada nuevo bajo el sol desde que William Shakespeare nos contara lo mismo unos siglos atrás. Eso sí, no hay fantasmas que inciten a la investigación, ni nada fantasioso. Todo se ciñe al triste espectro de una realidad inundada de humo de fábrica.