En
algún lugar de la naturaleza humana, la empatía y la violencia residen de forma
permanente. Los estímulos exteriores son los encargados de que ambos
sentimientos se manifiesten de una u otra manera. Y eso es algo que acompaña al
hombre desde tiempos inmemoriales, cuando la caza era el único medio de
subsistencia y la vida en sociedad estaba en sus inicios más primitivos. Hoy en
día, esa huella de bien y mal anida en todos. En algunos, se halla dormida y
latente. En otros, está dispuesta a salir, gritar, devorar y actuar sin
contemplaciones. Un crimen en Atapuerca, repetición de otro que ocurrió años
atrás, es el mejor caldo de cultivo para que los instintos más primarios
reluzcan bajo la noche, llena de pasiones y reacciones.
Una inspectora de
policía debe volver al lugar del crimen para empezar otra vez la investigación
desde el principio. En ese reinicio, saldrán a relucir antiguos sentimientos,
culpables de su zozobra anímica, incapaz de olvidar que un día fue abandonada
cuando más lo necesitaba y de poner en orden una vida que quedó
irremediablemente descolocada. Los muertos vuelven y los vivos regresan para
reavivar todo aquello que nunca quedó definitivamente atrás. La investigación
ofrece nuevas facetas, aspectos que no se habían tenido en cuenta en su
momento. Él aparece de nuevo y las caricias parece que son reales en la soledad
de su habitación. Mientras tanto, el asesino sigue suelto y la implicación
personal de la inspectora vuelve a poner en jaque su estado de ánimo, su
profesionalidad, su intento continuo de superar algo que se quedó para siempre.
Igual que las costumbres de un grupo de homínidos que algunos estudiantes se
empeñan en reproducir. Huellas del mal. Huellas del bien. El equilibrio humano.
La muerte y la vida. La nada y el todo.
Manuel Ríos San Martín
dirige con sobriedad la adaptación de su propia novela y consigue un misterio
que destaca por su originalidad, con un dominio evidente de las acciones
paralelas y alguna que otra escena que, de alguna manera, parece un tanto
ingenua aunque no empaña en absoluto el balance final de una película que, de
nuevo, se adscribe al cine de género y salda su examen con un notable. Para
ello, no cabe duda de que Ríos mima con especial cuidado la brillante
interpretación de Blanca Suárez en el papel protagonista, oscilando entre el
brillo de su mirada y la permanente fragilidad de su ánimo, con la indecisión
como guía de su estado vital. A su lado, un escalón más abajo, pero con
admirable efectividad, Daniel Grao compone un personaje lleno de aristas,
caprichoso y, a la vez, muy preciso. Y sería injusto no nombrar el punto
invasivo que destila el trabajo de Aria Bedmar, siempre dominadora y muy
sujetada en sus momentos más delicados. Mirada en conjunto, La huella del mal es una buena película,
con instantes de tensión admirables, con un misterio absorbente y con una
interesante reflexión sobre el monstruo que habita en cada ser humano sin
olvidar la premisa de que todos nacemos con la bondad a cuestas. Lo salvaje,
viene después.
Así que sumerjámonos en los misterios de Atapuerca y en los enormes descubrimientos que se han hecho allí mientras se nos explica una historia de policías y asesinos, de reencuentros, de ajuste de cuentas, de segundas oportunidades, de empatías que no nos cuestan, de violencias que nos descienden hasta nuestro lado más animal. No está mal para una visita a un yacimiento arqueológico que se erige como un escenario ideal para seguir la pista de nuestro propio interior.
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