El olor a cerrado y a tela nueva
parece que invade todos y cada uno de los días de Serafina. Sola y sin luz en
el corazón, ella cose sin parar y rehúsa la compañía de los hombres por una
sola razón. Le han hecho mucho daño. Mucho. Demasiado. Han dejado su piel en
carne viva y han cerrado todas las flores de su ilusión. No hay mañanas nuevas
para ella, no hay más que la certeza de una hija que comienza a vivir. Y, sin
embargo, en un rincón de su enorme corazón de mujer está la esperanza de que
alguien, en algún lugar, la está esperando.
Un hombre sencillo, un camionero
que ha pasado demasiadas horas en la soledad del volante, aparece de repente,
como salido de la nada. Sus palabras son cortas y sus ademanes, toscos pero,
incluso debajo de las más encallecidas capas de rudeza, hay un corazón deseando
latir y este hombre lo tiene. No sabe lo que es la cultura, ni siquiera tiene
conocimiento del don de la oportunidad pero, aún así, sabe tratar a una mujer
con delicadeza, con el mismo mimo con el que se cuidan las rosas del jardín.
Sabe que no hay muchas mujeres, solo hay una. Sabe que no hay muchos días, solo
están los que se pasen junto a ella. Sabe que ser un hombre consiste en ser un
buen hombre y no un granuja aprovechado que irá picando de flor en flor según
le lleve el viento de su tubo de escape. Si él se va, será para volver. Tiene
algo en su mirada, algo muy extraño, que conquista a Serafina. Y tal vez, solo
tal vez, la felicidad hará un traje para los compañeros de la desgracia.
Dicen que Tennessee Williams
escribió esta obra en una época en la que era feliz porque tenía estabilidad
sentimental y no es menos cierto que es la única que tiene un marcado carácter
optimista. Todos sufrimos al lado de Serafina porque el personaje interpretado
por Anna Magnani está tan extraordinariamente bien trazado que intuimos las
heridas morales de una mujer que ha ido buscando lo que todos anhelamos,
intentando que haya unos minutos de amor todos los días de su vida. Ella reposa
sus inquietudes en su hija pero el tiempo pasa y ya no es la niña que un día
fue. El tiempo pasa, sí, y esa piel de rosa tatuada, se va arrugando y
retrayendo para sumergirse en un sueño de belleza perdida y de oportunidades
pasadas. La luz del día va desapareciendo de su vida dentro de ese taller de
costura en el que ella se encierra y todo va pasando sin detenerse. Hasta que
llega Burt Lancaster y la piel se vuelve a estirar y ella se ilumina y cree que
hay futuro aunque solo sea hasta mañana. De ahí su desconfianza patológica cuando
se deshacen los abrazos para que el camión parta hacia su destino. De ahí que
tema una nueva y última derrota porque, en el fondo y a pesar de todo, ya no
tiene fuerzas para seguir luchando. La rosa se va a marchitar y ella lo intuye
y lo último que hay que perder es la confianza en que el amor, aunque no esté,
no se va.
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