Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "Amarcord", de Federico Fellini, podéis hacerlo aquí.
Los últimos momentos de
la vida de la Humanidad. No importa quién apretó el botón para iniciar una
guerra. Lo que importa es que nadie avisó de que la respuesta de defensa de una
amenaza nuclear no se podía compensar fabricando más bombas. La guerra ya acabó
y se llevó a la mayor parte de la población y dejó en el aire demasiadas
partículas de radiación como para hacer la vida viable. Solo Australia está en
niveles aceptables de supervivencia. Los hombres se obstinan en creer que aún
hay esperanza. La Naturaleza es sabia y las lluvias, las nieves, las corrientes
marinas y eólicas se encargarán de limpiar los residuos aéreos que se
introducen en los cuerpos, los minan, los acaban, los exterminan. Pero no, la
hora final de la Humanidad se acerca. No hay más esperanza que disfrutar un
último amor, ganar una última carrera al filo del peligro, disfrutar del último
llanto de un bebé, apurar una última copa con una fiel secretaria que,
quedándose en el despacho, dice, una vez más, que ella nació para estar allí,
al lado de su jefe. Es la Humanidad en la playa. Es dejarse arrastrar hacia las
gotas que quedan dejando por el camino todas las aristas de la esperanza. Sí,
porque son aristas, son leves virutas de madera que caen y que, de ninguna
manera, son avances de árbol. Es todo lo contrario, son consecuencias de
destrucción. Malos chistes de una existencia inútil, que no dejará más huella
que su urbanismo desenfrenado y su memoria diluida en el tiempo. Hora final que
solo dejará casas habitadas de cadáveres, personas que esperaron la muerte en
la paz que el mundo negó. Y solo habrá tristeza en las despedidas, por mucho
que hayan llegado por la vivencia de algo que mereció la pena.
El Comandante Towers
aún habla en presente sobre su familia. No puede superar el horror. Y tiene
miedo al amor en los últimos instantes. Moira es una mujer que, realmente,
nunca probó el auténtico amor y está deseando probarlo. Considera que irse sin
probarlo hace que su vida sea un desperdicio. El Teniente Holmes tiene que ahogar
la felicidad por la que ha luchado y se rebela contra el destino. Julian
Osborne debe cargar con la conciencia de haber contribuido a la destrucción y
el fatalismo se ha adueñado de su ánimo. Vidas en su recta final. Y la meta no
tiene ningún premio.
Quizá esta película
confirmó realmente a Stanley Kramer como un director dispuesto a hurgar en las
entrañas de la polémica para hacer pensar al público en sus responsabilidades y
complejos, en sus traumas y, también, en sus esperanzas. No siempre lo consiguió
con vigor pero consiguió colocar la trascendencia en una serie de preguntas que
el hombre siempre se ha negado a contestar. Y hay que dar una respuesta, por
mucho que el horror se ponga por delante justo cuando tenemos la felicidad al
alcance de la mano.
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