Un hombre camina por un
callejón oscuro y sucio. Las luces parecen cansadas y el día muere con
lentitud. El hombre va vestido de smoking, con un sombrero de ala ancha y una
gabardina. Se para al lado de una cañería. Enciende un cigarrillo y algo nos
dice que le conocemos. Es posible que sea Humphrey Bogart. No está aquí para
contarnos una historia. Simplemente nos anuncia los títulos de crédito de la
película que vamos a ver. Quizá porque sea una de esas historias que caminan en
un difícil equilibrio entre la parodia y el homenaje. La sombra se adueña de la
cara de Bogart, el día cae definitivamente y se nos presenta al detective
protagonista.
Se trata de un inglés
que emigró a Los Ángeles justo después de la guerra creyendo que el oficio de
detective era como el de médico o el de abogado. Es un tipo no demasiado
corriente en el oficio. Tiene su sombrero y su traje y también una pajarita en
el cuello. Está casi en bancarrota y deja la puerta abierta de su despacho para
ver si hay algo de suerte y entra la prosperidad y, posiblemente, ése es su
mayor error: dejó la puerta abierta.
A partir de aquí se
suceden las referencias a El sueño eterno,
a Adiós, muñeca y a El halcón maltés. El inglés trata de
encontrar a una niña que fue adoptada treinta años antes y no falta el asesino
frío que tiene un pequeño defecto nervioso que se manifiesta en su cara llena
de tics. La mujer fatal, equívoca y hermosa, se insinúa y se retira para,
luego, volver a insinuarse. Los personajes tienen doble filo e, incluso, hasta
triple, y Tucker, que así se llama el inglés, no deja de meterse en un lío tras
otro. Su habla es afilada y es arrojado cuando la ocasión lo necesita. No le
importa recibir un par de golpes si la recompensa es justa aunque no sea
necesariamente dinero. Tiene que deshacer el entuerto y elegir porque el
chantaje también es un personaje más. Al final, tendrá que convivir con el
peligro pero…¡qué diablos! ¿No es lo que hacemos todos? Y la sensación que
dejará en el público es de haber visto una película breve, agradable, amable,
muy bien ambientada, con cierta clase y una primorosa fotografía negra. No es
poco para tratarse de un detective de mala muerte que, a veces, pierde el hilo
pero lo recupera con facilidad. Discúlpenle. Es inglés y no está muy
acostumbrado.
La dirección de Peter
Hyams resulta sobria y muy medida en una película que está totalmente olvidada.
Tal vez porque, cuando se rodó, Polanski había estrenado Chinatown y el cine negro no era cosa de tomárselo a broma. Michael
Caine y Natalie Wood juegan a verse, besarse, aborrecerse y encontrarse y se
tiene la sensación de que, en realidad, los bajos fondos se hallan
exclusivamente en medio de la clase más alta. La curiosidad tiene estas cosas.
A veces, te encuentras con una sorpresa. Si es agradable o no, allá ustedes.
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