Las colinas de
Sudáfrica son gigantes que parecen abalanzarse sobre las marciales visiones de
un grupo de soldados. Con sus brillantes casacas rojas, deberán demostrar hasta
dónde llega su valor y allí, en ese fortín perdido en medio de la llanura, muchos
de ellos perderán su vida ante hordas inacabables de guerreros zulúes.
Guerreros que intentan intimidar con sus cánticos de heroísmo y de bravura a
unos pocos soldados que parecen condenados de antemano. Dentro de la iglesia,
se habilitará una enfermería y bajo las órdenes del Teniente Chard, los heridos
tendrán que seguir combatiendo. No queda otra solución. Hasta el punto en que
lo único que importará no será la propia vida sino la del compañero. Y ahí, en
ese momento, es donde nace el heroísmo. Los sacos de arena que sirven como
parapeto recibirán tantas heridas como lágrimas. El agotamiento jugará un papel
decisivo en la defensa que, paulatinamente, se va convirtiendo en una
resistencia total. Ellos no van a morir. A pesar de que el adversario es muy
superior en número y siempre tendrán carne para sacrificar, esos soldados no se
van a dar por vencidos. Ya ni siquiera importa si tienen razón o no. Solo la
vida es el bien supremo y, por ella, si es necesario, hay que sacrificarla.
El Teniente Broomhead
manda las líneas de vanguardia, las primeras que hacen frente al asalto del
enemigo. Es ligeramente arrogante e, incluso, hay un leve intento de hacerse
con el mando cuando la llanura sudafricana es una gigantesca ratonera. Sin
embargo, tiene valor a raudales y sabe mantener el mando. Y llega al
convencimiento de que el hombre adecuado para mandar a la tropa es el Teniente
Chard y no él. La guerra hace hombres, quita galones, coloca las
condecoraciones, hace brillar los sables y engrasa las armas. Tanto es así que
hasta los gañanes sin escrúpulos se unirán a la hazaña sin pensárselo dos
veces, con el empuje casi como única arma mientras los baluartes van cayendo
ante las oleadas de guerreros que quieren echar al invasor a cualquier precio.
Hasta que una danza guerrera saluda a los valientes. Y las risas desbocadas se
disparan porque nunca un baile significó tanta vida.
Cy Endfield, un
director americano represaliado por el Comité de Actividades Antiamericanas que
emigró al Reino Unido, se obsesionó con esta historia de heroísmo al límite que
solo tendría fin cuando describió, precisamente, el otro lado del ejército
colonial británico en el guión de Amanecer
Zulú, dirigida por Douglas Hickox casi veinte años después. Y contó con un
reparto de sólidos actores ingleses que incluía a un jovencísimo Michael Caine
en su primer papel importante para el cine incorporando al Teniente Broomhead
dando uno de sus pasos fundamentales para el estrellato. A su lado, Stanley
Baker, Jack Hawkins, el maravilloso Nigel Green y Patrick Magee como el médico
militar capaz de operar delicadamente bajo el asedio enemigo. Y viendo esta
película uno no puede dejar de emocionarse oyendo cantar a ese coro que, con
una vieja canción tradicional escocesa, hace frente a los cánticos de guerra y
miedo de toda una nación.
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