martes, 2 de octubre de 2018

EL PRIMER GRAN ASALTO AL TREN (1978), de Michael Crichton

“Ningún caballero respetable puede ser tan respetable”.
Dedos como mariposas e inteligencia como el diablo. No es difícil pensar que individuos así pudieran asaltar un tren en movimiento acudiendo a los más variados trucos de apropiación de lo ajeno. Nunca se supieron muy bien cuáles eran sus identidades, pero, realmente, eso es lo que menos importa. Se hicieron pasar por muertos, por conquistadores de alta alcurnia y bajas intenciones, por apostadores en peleas de perros, por prostitutas de sensualidad prohibida…lo que fuera con tal de conseguir las tres llaves que abrían la caja de la felicidad. Era la Inglaterra victoriana de finales del siglo XIX y contaban con la sorpresa, la audacia y el anonimato como armas principales. Y cuidado con traicionarles. Eran caballeros, pero caballeros que no dudaban en utilizar la fuerza si su código ético se veía traicionado.
Y es que apelaban a los más bajos instintos de todos los implicados en la seguridad de ese oro que, supuestamente, iba a Crimea. Eran profundos conocedores de la naturaleza humana y de sus debilidades y se abrían puertas con su exquisita educación, su refinada elegancia y sus impecables maneras. Bien es verdad que bajo las sábanas o entre otros ambientes rebajan el nivel hasta donde sea necesario. A cada uno lo suyo y, para ellos, el oro de Crimea. A partir de aquí, tendrán que moverse con sapiencia entre las calles de Londres, intentando recabar información, cronometrando guardias, urdiendo los más brillantes trucos de picaresca para que el botín termine en los bolsillos de caballeros muy respetables. En realidad, es igual que en la auténtica alta suciedad…digo, sociedad.
Con una ambientación excepcional, Michael Crichton dirigió su primera película con un reparto que incluía nombres como Sean Connery, Donald Sutherland y Lesley Ann Down para situarnos en medio de los juegos de hipocresía levantados por unos ladrones con mucha imaginación y guante blanco. Jerry Goldsmith puso la música, Maurice Carter, el fantástico diseño de producción y Geoffrey Unsworth, la fotografia. Con esta planificación, el golpe tenía que salir perfecto. Aunque al final todo tenga sus fallos, por supuesto. Al fin y al cabo, no todo el mundo que toma una taza de té levanta su meñique.
Y es que hasta el arte de la seducción tiene sus llaves que abren puertas insospechadas, armando trampas de un tiempo que resulta fundamental cuando la presa se mueve sin parar sobre unas vías. Los hombres somos los más fáciles de engañar porque queremos pasar de anónimos a héroes, de viciosos a caballeros, de villanos a ejemplos en apenas un chasquido de dedos…o, mejor, de látigo. Habrá que salir corriendo con unos cuantos caballos al galope mientras el pueblo aclama la burla a los que siempre vencen.  


2 comentarios:

Unknown dijo...

Hola,
Una peli bien hecha, bastante divertida y muy bien interpretada, quizás sea demasiado amable, que suele "ser coronada" como la mejor película de su autor (en mi caso, no lo es, le tengo especial cariño a otra). Lo mejor del filme, es esa charla con doble sentido entre el personaje socarrón de Sean Connery y la salida de la señora, mientras colocan una rueda de molino en el pequeño arroyo de su jardín, imperdible).
Saludos.

César Bardés dijo...

Quizá sea coronada como tal por la especial atención que en ésta se pone en la ambientación. Es una película, como bien dices, divertida y con unas interpretaciones muy ajustadas, con un toque irónico-cínico, pero sientes todo el sabor del Londres victoriano, con las calles atestadas, los vestuarios tremendos y esa estación de tren que casi, casi, es una protagonista más de la película.
Bien es cierto que está esa escena que, en un entorno más propio de una película de Ivory, acaba por ser una conversación erótica de altos vuelos dentro de los límites de la decencia. Tiene varias escenas bastante memorables, desde luego. Y todos sus actores, su momento de lucimiento.
Saludos.