Fueron días que hoy
levantan nostalgia, buenos recuerdos de una época que se fue para no volver. De
Carmen Miranda a Orson Welles. De la pena que levantó la muerte de una niña que
cayó a un pozo al aviso amenazante del Vengador Justiciero. Entre medias, las
historias de un buen puñado de universos hechos de luces de neón, ingenuidad,
casualidades, humor y ambiente. La música, que se elevaba en los salones de
todas las casas mientras algunos la escuchaban, otros la disfrutaban y aún
otros, la bailaban. La magia de las ondas y el testimonio de amor por ellas por
un hombre que supo que aquello no fue nunca verdad, pero que se le acercó
mucho.
Y así, a través del
oído de los miembros de una familia, tenemos una aproximación a las inquietudes
de los años cuarenta. El niño que siente una ilusión irrefrenable por un juego
de química, la tía que muere por encontrar al hombre de su vida, el padre que
sólo idea negocios extraños que nunca llevan a ningún sitio, la madre que
otorga algo de razón a un hogar con muchas realidades, el tío que está
obsesionado con que los demás chupen la tubería del gas a ver si así le dejan
en paz…los vecinos comunistas, las estrellas de la radio, imaginadas y nunca
ajustadas a la realidad, aquellos concursos imposibles que repartían dinero por
identificar a una platija o determinada canción. Un tiempo en el que había
buena gente y la inocencia aún vivía. Mientras tanto, el mundo progresaba, no
siempre para bien, y todo cambiaba a peor.
Woody Allen realizó una
pequeña obra maestra con esta película. Nos introdujo en un hogar superpoblado
para que nos sintiéramos uno más de esa familia que canta con fervor “ay, ay, ay, ay…o canto de pregoneiro” y
buscan una felicidad que, a los ojos de un niño, ya está allí pidiendo
expresarse a través de un micrófono. Son anécdotas sueltas, quizá nada
importante, pero que hacen que lo entrañable sea algo habitual y que el encanto
sea protagonista principal de una película que habla de todos y, a la vez, no
habla de nadie. Quizá como esa audiencia que se agolpaba al otro lado del
receptor para saber algo más de su radionovela favorita, o de sus últimos
cotilleos que se deslizan entre la farándula, o de los más novedosos productos
de limpieza para todas y cada una de las casas de los enfervorizados oyentes
ávidos de música, imaginación y realidad. Nunca hubo una maestra a la que unos
niños vieron desnuda al otro lado de la calle, ni un submarino alemán asomando
su periscopio frente a la costa de Rockaway, ni, probablemente, una estanquera
que se convirtiera en estrella de la radio…pero así es como lo recuerda Woody
Allen. Y, en el fondo, eso mismo es lo que hacemos todos con nuestros
recuerdos. Los transformamos en falsos y los ponemos, idealizados y únicos, en
una película sin memoria.
2 comentarios:
Es una película maravillosa, y sin embargo cuando nombramos las mejores de Woody no suele aparecer en los primeros puestos. No es la primera que te viene a la mente, te vienen antes otras, y es lógico por otra parte. Es la película más nostálgica de Allen, es su particular "Amarcord". Me encanta ese retrato familiar tan entrañable nunca visto hasta entonces en la filmografía del director - se había decantado más por la ironía y la comedia en "Annie Hall" o en "Toma el dinero y corre".La escena en la que toda la prole se une en torno a la radio y a la trágica noticia de la muerte de la niña en el pozo me hace casi llorar.
Pumares siempre decía que Woody había plagiado a Sanz de Heredia en "Historias de la radio" y apuntaba al primer gag que se ve en la película. Qué grande es recordar a Woody a través de los recuerdos. Por suerte, este año nos vemos en un día lluvioso en Nueva York, y al que viene seguramente paseando por la Concha.
Abrazos patrocinados
A mí también me parece una película maravillosa e injustamente olvidada. En cuanto a lo que dice de Pumares...bueno, yo prefiero pensar que se trata más de un homenaje que de una copia. De hecho, años más tarde confesó que sí, que había visto "Historias de la radio" y que era una película que le encantaba. Aunque con su ambigüedad habitual confesó que no lo hizo conscientemente. Me da igual que lo haga conscientemente o no, Woody es Woody, siempre será Woody, con un día lluvioso en Nueva York o paseando por la Concha, con un clarinete o una cámara entre las manos. Los ratos de goce que nos ha proporcionado no tienen precio. Y aquí, con "Días de radio", demuestra una agilidad y unas ganas de tirar de anecdotario fuera de lo común aunque, como digo en el artículo, mucho de lo que cuenta nunca ocurrió. Aunque, en ocasiones, creamos que sí porque así se ha construido en nuestro recuerdo.
Abrazos a un palmo del micro.
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