martes, 17 de septiembre de 2019

LILITH (1964), de Robert Rossen



Los caminos de la locura son tan tortuosos que, a menudo, cuesta reconocerlos. Puede ser el destino de un puente de lujuria. O, tal vez, la corriente subterránea de una falsa normalidad. Y el hecho de no querer mirar en la dirección correcta hace que el problema se agrave aún más. Cuando la obligación es cuidar de unos cuantos enfermos mentales es posible caer en la paranoia sin darte apenas cuenta. Sólo, quizá, porque deseas a alguien y no permites que nadie se interponga en tus propósitos, por mucho que eso signifique un paso hacia la sanación de un tercero. Vincent Bruce, uno de los celadores, tiene un problema. Un problema de dominación sutil, un problema de superioridad, un problema de inteligencia y un problema de desprecio.
Vincent, después de asistir a lo inevitable en su servicio en Vietnam, tiene que enfrentarse a la amoralidad en un mundo que, de alguna manera, no parece demasiado real. La luz y el agua parece subrayar el blanco que ciega la razón y Vincent cae en las redes de una chica fascinante que encarna la utopía de la inocencia y la depravación de los sueños. En la clínica, todo parece aislarse de forma fascinante y parece como si el tiempo deletrease sus minutos, dejando pasar la normalidad como la mejor medicina para curar las diferentes neurosis. La psique humana se ofrece para ser explorada en lugares de paz y tranquilidad mientras, por debajo, hierven las viejas pasiones que son la raíz de toda obsesión convertida en locura. Sí, el amor, maldito amor, dulce amor. Él es el culpable de que muchos enfermos estén allí, esperando que las cicatrices se cierren y puedan volver a mirar al mundo de una forma estable, objetiva, razonable, sin venganzas, sin rencores, sin lados oscuros. Y resulta muy fácil caer en la tentación de la compasión cuando, en realidad, lo que se está tendiendo es una trampa de consecuencias imprevisibles. Más aún cuando se intenta adaptarse a la vida después de una experiencia traumática y es tan sencillo adaptarse a la locura.
El estilo visual que Robert Rossen despliega en esta película acaba por ser extrañamente hipnótico e inquietante, casi, desde un punto de vista subconsciente. Para llevarla a cabo, cuenta con excelentes trabajos de Warren Beatty, Jean Seberg, Peter Fonda y Kim Hunter, todos ellos envueltos en un halo insano y, al mismo tiempo, irremediablemente honesto. A ello contribuye el hecho de que es una de esas historias que cuenta mucho más con lo que no se ve que con lo evidente, haciendo trabajar la imaginación del espectador, buscando respuestas que no siempre son cómodas, creando un ambiente claustrofóbico a pesar de que todo rezuma la calma propia de una institutución mental. Y en algún momento, con el milagro que sólo la magia del cine puede crear, podemos observar el mundo tal y como lo ven los personajes. Angulado, obtuso, difícil, lleno de aristas, con obstáculos imposibles, con barreras definitivas. Y terriblemente inclinado a resbalarse por las pistas distorsionadas del deseo y de lo prohibido. A lo mejor, después de leer estas líneas, es el momento de reconocer que tenemos un problema.

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