martes, 10 de septiembre de 2019

UN CUBO DE SANGRE (1959), de Roger Corman



Walter Paisley es un muchacho acomplejado que trata de sobrevivir sirviendo mesas en el Café Bohemio. Sí, hombre, es uno de esos lugares en los que los artistas pueden exponer sus estúpidas y pretenciosas obras de arte mientras tomas una copa hablando con un lenguaje aún más estúpido. Sin embargo, Walter tiene envidia de esos pretendidos artistas que se codean entre las mesas con posturas bien fingidas y dichos indescifrables. Walter es tan limitado que no se da cuenta de todo ello y cree que eso es la felicidad. Sí, le gustaría ser uno de ellos, pero hay un pequeño problema. Walter carece de talento. No sabe ni servir bien una copa así que es imposible que agarre un martillo y un cincel y se ponga a esculpir una figura que “represente el caos del universo en un punto de orden cósmico”. Hay quien tiene y hay quien, sencillamente, no tiene.
Sin embargo, un desgraciado accidente va a darle la oportunidad a Walter para pasear su palmito por tugurios de pose y frase. Sin querer, mata al gato de la vecina y, para esconder la falta, recubre el cadáver de escayola y cemento. Alguien lo ve y, de repente, dice las palabras indicadas: “Tiene talento. Me gustaría ver algo más suyo”. Y a Walter le entran los siete males. Él no tiene talento. No sabe muy bien ni en qué consiste eso. Así empieza la carrera de un criminal en serie que termina por ser un afamado escultor de figuras que van más allá del hiperrealismo.
Walter es un pobre tonto que sólo desea ser reconocido. Pero la sociedad es un buen puñado de tontos que enaltecen al desgraciado de turno haciéndole creer que es capaz de crear algo que merece realmente la pena. El halago, dicen, es una de las peores drogas que ha inventado el hombre y uno se engancha fácilmente a esa adicción. Sobre todo cuando forma parte de un ambiente falso, pretendidamente trascendente, arrogantemente transgresor e insultantemente elitista. Roger Corman, el apóstol de la serie B, lo entendió muy bien y quiso hacer un cuento de miedo y ambición dentro de su presupuesto irrisorio con un rodaje de cinco días. Quizá, lo que quiso, fue ver cómo algún crítico se devanaba los sesos en unas cuantas líneas para escribir que la película es divertida, pasajera, liviana y con un punto, no muy grande, de genialidad.
Con tres escenarios, actores desconocidos, aunque el protagonista Dick Miller, lo hemos visto en infinidad de papeles secundarios, y un argumento que no deja de tener algo apreciable, Corman nos avisa sobre la soberbia que todos llevamos dentro, esperando a saltar en cuanto se nos dice que hicimos algo que no está al alcance de la mayoría. A partir de aquí, las pasiones humanas se desatan, derrapan y colisionan hasta llegar al punto de que, es muy posible, que algunos queramos llegar a ser una de nuestras propias obras. Y eso, en muchas ocasiones, acaba con uno o dos cubos llenos de sangre. La sangre de nuestra creación.

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