Walter Paisley es un
muchacho acomplejado que trata de sobrevivir sirviendo mesas en el Café
Bohemio. Sí, hombre, es uno de esos lugares en los que los artistas pueden
exponer sus estúpidas y pretenciosas obras de arte mientras tomas una copa
hablando con un lenguaje aún más estúpido. Sin embargo, Walter tiene envidia de
esos pretendidos artistas que se codean entre las mesas con posturas bien
fingidas y dichos indescifrables. Walter es tan limitado que no se da cuenta de
todo ello y cree que eso es la felicidad. Sí, le gustaría ser uno de ellos,
pero hay un pequeño problema. Walter carece de talento. No sabe ni servir bien
una copa así que es imposible que agarre un martillo y un cincel y se ponga a
esculpir una figura que “represente el caos del universo en un punto de orden
cósmico”. Hay quien tiene y hay quien, sencillamente, no tiene.
Sin embargo, un
desgraciado accidente va a darle la oportunidad a Walter para pasear su palmito
por tugurios de pose y frase. Sin querer, mata al gato de la vecina y, para
esconder la falta, recubre el cadáver de escayola y cemento. Alguien lo ve y,
de repente, dice las palabras indicadas: “Tiene talento. Me gustaría ver algo
más suyo”. Y a Walter le entran los siete males. Él no tiene talento. No sabe muy
bien ni en qué consiste eso. Así empieza la carrera de un criminal en serie que
termina por ser un afamado escultor de figuras que van más allá del
hiperrealismo.
Walter es un pobre
tonto que sólo desea ser reconocido. Pero la sociedad es un buen puñado de
tontos que enaltecen al desgraciado de turno haciéndole creer que es capaz de
crear algo que merece realmente la pena. El halago, dicen, es una de las peores
drogas que ha inventado el hombre y uno se engancha fácilmente a esa adicción.
Sobre todo cuando forma parte de un ambiente falso, pretendidamente
trascendente, arrogantemente transgresor e insultantemente elitista. Roger
Corman, el apóstol de la serie B, lo entendió muy bien y quiso hacer un cuento
de miedo y ambición dentro de su presupuesto irrisorio con un rodaje de cinco
días. Quizá, lo que quiso, fue ver cómo algún crítico se devanaba los sesos en
unas cuantas líneas para escribir que la película es divertida, pasajera,
liviana y con un punto, no muy grande, de genialidad.
Con tres escenarios, actores
desconocidos, aunque el protagonista Dick Miller, lo hemos visto en infinidad
de papeles secundarios, y un argumento que no deja de tener algo apreciable,
Corman nos avisa sobre la soberbia que todos llevamos dentro, esperando a
saltar en cuanto se nos dice que hicimos algo que no está al alcance de la
mayoría. A partir de aquí, las pasiones humanas se desatan, derrapan y
colisionan hasta llegar al punto de que, es muy posible, que algunos queramos
llegar a ser una de nuestras propias obras. Y eso, en muchas ocasiones, acaba
con uno o dos cubos llenos de sangre. La sangre de nuestra creación.
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