Es
absurdo creer que esta versión sobre el caso Dreyfus, realizada por Roman
Polanski, se ha hecho con el fin de denunciar su propia situación. El propio
Polanski lo ha negado con vehemencia y, aún así, no se deja de repetir una
mentira con el fin de que, a base de reiterarla, se convierta en verdad. No
resulta casual comenzar este artículo con estas aseveraciones porque el propio
caso en el que fija su mirada el director polaco es un claro ejemplo de ello.
Interesaba quitarse de en medio al único oficial judío del Estado Mayor francés
sin que nadie advirtiese que era un claro ejemplo de racismo. Así que toda la
plana más alta del Ejército decidió repetir una y otra vez que era un espía. La
sociedad se polarizó, se fabricaron pruebas falsas, se dieron por buenas otras
que eran dudosas y, muerto el perro, se acabó la rabia.
Y Polanski, de manera
muy inteligente, también pone al descubierto que hay un arma muy eficaz contra
todas estas conspiraciones de piel de cordero, pero enormemente peligrosas. Se
trata de la conciencia. Quizá, en algún rincón insospechado, haya alguien que
siga su dictado más allá de sus afinidades y lealtades. Ahí es donde,
precisamente, reside la integridad de cualquier hombre o mujer. Y ahí es donde
se mide también que no todo debe ser tomado como verdad sin cuestión.
Así que Roman Polanski
asume un profundo cuidado en la puesta en escena, llena de una formalidad casi
exquisita, y pone en juego también la moralidad siempre justificada de quien
comete el verdadero delito. Casi siempre el respeto y la dignidad entra en
juego, o la necesidad de que las instituciones mantengan una imagen impoluta
frente a una sociedad que mendiga sangre y humillación para el supuesto
culpable. Mientras tanto, se olvida la presunción de inocencia, los derechos
humanos quedan en entredicho y se desprecia a todos los que se hallan a pie de
calle. La prensa, por supuesto, trata de tirar de la maroma para su propio
provecho, de acuerdo con sus ideas de raza, religión, política o beligerancia.
Hasta que llega un escritor que se atreve a poner en el que, quizá, sea el
mejor artículo nunca redactado de columnismo periodístico, los nombres de los
verdaderos culpables de inventar una razón para acusar falsamente a un inocente.
Yo acuso no deja de ser algo que
todos podríamos decir en nuestra rebelión frente al puñado de payasos que se
atreven a dirigir un país que no les merece.
Por el camino, Polanski
construye una película sólida, absorbente, ágil en los diálogos, que flojea un
tanto en cada una de las apariciones de su esposa, Emmanuelle Segnier, con un
esforzado trabajo de Jean Dujardin, aunque puede que algo reconcentrado, en la
piel del verdadero héroe de la travesía de la honestidad y de la luz sobre el
encubrimiento que fue el Coronel Picquard. Sosteniendo la imagen, está la
impactante banda sonora de Alexandre Desplat y el resultado es mucho más
convincente que la sorprendentemente sobria Prisionero
del honor, de Ken Russell, que interpretó Richard Dreyfuss en 1991 que
podría ser, hasta la fecha, la mejor adaptación de este caso que conmocionó los
cimientos políticos y militares de Francia a finales del siglo XIX y principios
del XX.
Y es que Roman Polanski
quiere rendir homenaje a aquellos que no se rinden por una cuestión de
conciencia, por la certeza de que saben que la razón es la que debe ser a pesar
de que no se sienta simpatía, porque no se pliegan a la ceguera impuesta por
los superiores. Polanski rinde tributo a esas personas porque, sencillamente,
ya no existen.
2 comentarios:
En esta no discrepo. Me parece una película muy sobria y muy coherente en la filmografía de Polanski. Y ya sabemos todas las gilipolleces que se han escrito y dicho siempre en torno al "caso Polanski". Esta, una más y ni caso. Por cierto, que para gilipollez la de la presidenta del Jurado en Venecia que dijo que no vería la peli y luego resulta que su jurado le da el premio.
No tengo un recuerdo concreto de la peli de Russell pero sí uno agradable de "La vida de Emile Zola" con Paul Muni que trata el tema de una manera más que tangencial.
Abrazos con galones
Es tremendamente sobria, es cierto. Más incluso de lo que es habitual en la filmografía de Polanski. Y, dentro de la estupenda ambientación que exhibe, también es tremendamente austera, sin recargamientos excesivos en ninguna de sus escenas, lo cual la hace más creíble.
En cuanto al "caso Polanski" estamos viviendo unos tiempos tan estúpidos que acabaremos por prohibir,al modo "Fahrenheit 451", ir al cine. Mucho ojo. Yo siempre, por principios y desde que era muy pequeño, he ido en contra de las modas (incluso me rebelaba contra el uniforme del colegio y muchos, muchos días, fui sin él). Ahora está en la onda criticar cualquier cosa que vaya contra lo establecido por no se sabe quién, en base a no se sabe qué porque, claro, Caravaggio era un santo y Hitchcock de lo más normal. Este comentario no lo hago por desahogo, ni porque sí, sino porque creo que los tiros de lo que quiere decir Polanski van por ahí a través del caso Dreyfus.
La de Russell es sorprendentemente sobria para ser él, con una muy cuidada puesta en escena y con un Richard Dreyfuss que se empeñó en interpretar a Picquart, en parte, porque esgrimía que era descendiente director del verdadero Alfred Dreyfus. En cuanto a "La vida de Emile Zola" destaco siempre de ella la extraordinaria interpretación de Paul Muni (el Robert de Niro de los años treinta), y, toca el tema, sí, pero no es más que un añadido más en la trayectoria de un escritor que, incluso literariamente, no escribió nada mejor que el artículo de "J´Accusse".
Abrazos tipográficos.
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