Llegar a los sesenta
años siempre es un motivo para estar muy nervioso. Al fin y al cabo, el fin
está mucho más cerca que el principio y comienzas a recapitular, a ver si tu
vida ha merecido la pena, si has hecho todas las cosas con las que habías
soñado, si eres el hombre que has querido ser. Tal vez, también, sea una edad
demasiado egoísta porque miras hacia adentro, hacia tus problemas, hacia esa
piel que empieza a volverse de un ajado color sonrosado, anunciando la
irremediable vejez. Y no te das cuenta de que ahí mismo, detrás de ti, siempre
ha estado la mujer de tu vida, engullendo lo peor de ti a la vez que tratando
de salir delante de sus propias angustias. Ella vale mucho y sólo te has dado
cuenta en ocasiones muy determinadas. Y mientras tú te preocupas por esos
sesenta años que no sólo son el testimonio de todo lo que te queda por hacer
sino que también es la prueba definitiva de todo lo que has hecho, ella espera,
por ejemplo, el resultado de una biopsia de garganta con preocupación y
silencio, desempeñando el sempiterno papel de roca incólume que te aguanta con
una fortaleza que te permite el lujo de quejarte y lloriquear.
La vida es así. A veces
es una comedia grotesca, que nos convierte en ridículos bufones de nuestra
propia existencia. En otras, es un drama insoportable, un folletín que jamás
iríamos a ver al cine. Y aún en otras, es un continuo descubrimiento del mundo
y de la misma vida que te rodea. Será mejor o peor. Será más divertida o más
aburrida, pero está ahí, esperando tener un reconocimiento…igual que la chica
que siempre ha ocupado tus pensamientos.
Ese imposible combinado
bien agitado por el destino compuesto de risa y llanto, a menudo, es difícil de
tragar, pero, en otras ocasiones, es un dulce néctar que te hace dar cuenta de
que lo que tienes es la misma felicidad. Y que la has tenido siempre
revoloteando a tu alrededor, haciéndote sentir su presencia aunque, por
supuesto, algunas veces no se posara en tu hombro. Y ahora vienen los hijos, ya
crecidos, con sus propias vidas, para celebrar los sesenta años. Otra buena
ración de sonrisas falsas, de chistes estúpidos sobre la edad y sus achaques y de
perder el tiempo dejando que la calma huya despavorida. Ingenuos somos.
Bastaría con volverse y mirarla. Y darte cuenta de lo que te necesita para que
dejes tus infantiles quejidos a un lado. Abrazarla por las buenas después de un
agotador esfuerzo en la maldita bicicleta estática y susurrarle algo al oído.
Vale más que mil medicinas.
Blake Edwards se salió
de lo habitual al dirigir esta espléndida película con Jack Lemmon y Julie
Andrews en los papeles principales. Consiguió encajar la comedia de sonrisa
leve con el drama de lágrima volátil para ofrecer un retazo de vida en una
historia que ha caído en un lastimoso olvido cuando es maravillosamente tierna,
esperanzadoramente real y abrumadoramente viva. Y con dos intérpretes que saben
muy bien lo que hacen. Tanto que se llegan a meter en tu interior y, a poco que
les dejes, se quedan ahí para siempre recordándote que la vida es así.
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