Una figura estática en
una plaza cualquiera de algún lugar de Alemania. Es un hombre y no se mueve. Ha
aparecido de la nada y es bastante probable que también quiera desaparecer en
la nada. En su rostro, miedo. Es un entorno que no conoce, al que teme. Un
territorio ignoto que está más allá de sus difusas y muy limitadas fronteras de
la razón. Él sólo ha conocido unas paredes de piedra, una minúscula ventana, un
suelo de heno. No sabe lo que es una cama, una voz amiga, un libro, un
carruaje, un caballo o un simple pañuelo. Es una sombra inmóvil en medio de
ninguna parte esperando no se sabe muy bien el qué. Y ese hombre apareció en la
realidad para constatar que había sido un náufrago de la vida, varado desde su
nacimiento, olvidado por todos, aislado por crueldad, privado de las más
elementales necesidades, sin saber hablar, sin saber interpretar ninguno de los
sonidos que le llegan, sin saber enfrentarse al próximo paso en ese extraño
suelo hecho con baldosas de cemento que se halla por toda la plaza. Está solo.
Completamente. Y eso, posiblemente, es lo que más miedo le da. Porque, por
primera vez, ve el cielo tal cual y le parece tan grande que no hace más que
sentirse más pequeño. La vida espera. Y va a ser de repente.
Sin embargo, ese
momento de pánico solitario, de tentación para apartar la vista y cerrar los
ojos para no abrirlos nunca más, da paso a un maravilloso mundo de conocimiento
que también espera a ese hombre. Es adulto y tendrá que empezar de cero, pero
cualquier descubrimiento se transformará en todo un acontecimiento. Cualquier
observación ante el espectáculo de la vida será un gozo para unos sentidos
plenamente desarrollados. El lenguaje se hará presente por necesidad, la
escritura vendrá pausadamente, a ritmo de hormiga. La lógica expresada con
candor será lo siguiente y así, poco a poco, Gaspar Hauser se irá transformando
desde ese hombre sin pasado ni razón hacia un ser privilegiadamente
inteligente, consciente del auténtico milagro que supone la capacidad de aprender,
de sentir, de abrirse a un mundo que, desde luego, es hostil, pero que, en
muchos de sus rincones, ofrece conocimiento, cultura, belleza, naturaleza,
fascinación y la transgresión de todas sus fronteras. Así es cómo Gaspar Hauser
se convertirá en un enigma repleto de admiración.
Werner Herzog dirigió
su primera película con una delicadeza extraordinaria para hablarnos de este
caso real que ocurrió en Alemania en el siglo XIX. El cuidado de sus imágenes,
de sus composiciones y de su lenta y elegante narrativa nos hace ver a un
cineasta que, más tarde, renunció a todas sus virtudes para centrarse en sus
obsesiones. Aquí, Herzog, se descubre como impecable y verdadero, con una
historia muy interesante para contar, con múltiples visiones sobre la gracia o
desgracia de este joven que apareció de la nada en una plaza de una villa
cualquiera. Sólo para darse cuenta de que, al salir del encierro, hay todo un
mundo que conquistar y toda una fantasía para absorber. Es el destino del
hombre, por muy ingenuo que sea.
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