El mundo reducido al
silencio. Por el día, todo debe parecer muerto, desaparecido, extinguido. Por
la noche, los pies se pueden mover y los sentimientos tratan de aparecer. La
convivencia, tan estrecha siempre, es difícil, por muy encantadoras que sean
las personas y las manías que unos tienen de pelearse con las libertades de
otros. Y, sin embargo, todos tienen que ceder porque, en esta ocasión, la vida
va en ello. Una niña, que trata de crecer día a día en ese diván al que se ha
reducido todo, aún es capaz de llevar adelante un diario en el que va
escribiendo sus emociones y sus sentimientos. Y algo aún muchísimo mejor, algo
que va a ayudar a todo el que se acerque a esta historia. Ella no pierde la
esperanza. Esperanza en un ser humano que se ha empleado a fondo por desatar la
crueldad y el horror allí por donde ha pasado. A pesar de todo, ella cree que
el ser humano es intrínsecamente bueno, con sus defectos y sus carencias, pero
que la bondad habita en él. Esa niña está escapando de los campos de exterminio
donde se acaba con la vida de millones y aún es capaz de pensar algo así. Y lo
piensa de verdad, sin la mentira, el engaño o la justificación por delante. Lo
piensa de verdad.
El tiempo pasa muy
lento entre las vigas vistas y los tablones chivatos. Y la niña va creciendo
con inquietudes de mujer. El amor aparece y es algo que también resulta
profundamente anacrónico en una situación de escondite y miedo. Es como si una
flor luchase por brotar en medio de los adoquines de la calzada. No es su
lugar, no tiene nada que hacer allí, y aún así quiere intentarlo. No habrá
tiempo para mucho, pero ella, Anna, sigue escribiendo y tratando de encontrar
un sentido a todo. Cualquier desliz les delatará a ella y a todos los que viven
en ese reducido e ínfimo mundo de días iguales y confinamientos severos. De sus
letras, brotarán todos los acentos y matices, tratando de arrojar algo de luz a
su breve paso por la vida. Ella dejó mucho más mensajes en sus pocos años que
la gran mayoría de nosotros viviendo muchos más. Y ese es un tesoro que debería
permanecer entre nosotros inalterable, único, inolvidable, eterno.
George Stevens se
arriesgó con audacia para llevar a cabo la versión cinematográfica de El diario de Anna Frank a partir de la
obra de teatro de Albert Hackett y Frances Goodrich que, más tarde, también
firmaron el guión de esta película. Con un reparto en el que destaca, por
supuesto, el trabajo de Millie Perkins en el papel principal, pero que está muy
bien secundada por nombres de prestigio como Shelley Winters, Lou Jacobi o la
siempre estupenda Diane Baker, Stevens articula una película que resulta
difícil de aguantar porque, en todo momento, se sabe el destino de Anna Frank y
se va caminando por una estela que ella ya deja en su maravilloso diario del
cual parte toda la historia.
Y es que, a veces, resulta incomprensible cómo la lucidez de alguien de tan poca edad llega a arrojar tanta claridad en un mundo que se empeña en ser aún más pequeño que ese que se creó en un diván con varias personas que iban a morir porque el ser humano aún no había aprendido a amar. Y quizá aún tengamos pendiente esa lección.
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