La
moral es un compañero incómodo si se trata de espiar. Más que nada porque es
una profesión que puede incluir el chantaje, la instigación al asesinato, la
destrucción de la vida de otros aunque no se acabe con su existencia y, desde
luego, el exterminio de la inocencia que se instala en el pensamiento como que,
en el fondo, es un servicio al Estado. Eso aún resulta más evidente y sangrante
si ese Estado es totalitario, injusto y arbitrario como lo fue el de la República
Democrática Alemana.
No es lo mismo dar
clase que obligar a las personas a realizar determinados actos que irían en
contra de las más elementales reglas de la moral. No es bueno que un futbolista
de fama internacional decida cruzar el Muro y jugar para el Hamburgo. Eso,
además de una deserción premeditada, es una propaganda traidora que no deja en
muy buen lugar los principios del marxismo-leninismo. Lo mejor es extorsionar a
un amigo cercano e inventarse, sin miramientos, una enfermedad. El resto es
permitir que los acontecimientos se precipiten. Así, con personas que son
conocidas, todo se convierte en un acto mutilador de la moral que, no lo
olvidemos, para algunos es más importante que un automóvil de dos tiempos, un
apartamento con balcón o la fría comodidad del progreso comunista que, por
supuesto, se reserva a la élite.
Cuando se quiere dar
marcha atrás, todo está emponzoñado. El chantaje se vuelve en contra, la
amenaza permanece latente. Puede que no se realice una operación en cualquier
hospital del pueblo. Puede que se insinúe la posibilidad de que el amor de tu
vida sea tentado con el adulterio. Puede que los pájaros, sencillamente, dejen
de volar. Entonces se empiezan a buscar razones en el fondo de una botella,
aparecen los temblores, los nervios incontrolables…y todo el mundo sabe que un
espía sin control acaba por ser un fracaso para los intereses del todopoderoso
Estado.
Esta película tiene
diversos problemas. Uno de ellos es que, en lugar de transitar los caminos del
suspense y del peligro, apuesta decididamente por el drama personal y, de un
modo algo prematuro, la historia se acaba. Todo el resto se reduce a la pena,
al sufrimiento, a la injusticia sin conmiseración e, incluso, a la melancolía.
También hay algún que otro cabo sin atar cuando son asuntos en los que se ha
puesto cierto énfasis. Sin embargo, tiene una virtud indiscutible como es la
interpretación, magistral, de Lars Eidinger en el papel protagonista,
aguantando planos de importante duración para demostrar su dominio, pasando de
la seriedad a las lágrimas sin trucaje posible y muy lejos de lo que habíamos
visto de él en la notable El profesor de
persa. La dirección de Franziska Stünkel es sobria, aunque algo descuidada
en sus resoluciones intentando poner en pie una historia que, lejanamente,
recuerda a una novela triste de John Le Carré, y la denuncia de un régimen que
cometió auténticas barbaridades es evidente y sincera.
Hay que hablar al oído porque las paredes saben escuchar y, lo peor de todo, es que el secreto profesional debe ser respetado en cualquier circunstancia. Háganlo a la hora de recomendar esta película. Díganlo al oído, con pocas palabras, si es que sienten la necesidad de decirlo. Si no es así, acudan al silencio y traten de asimilar que esto ocurrió a principios de los años ochenta, poco antes de la caída del Telón de Acero. Cuando el Estado pronuncia la palabra “seguridad” la primera víctima, no lo olviden, siempre es la propia moral.
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