A
pesar de ser una película de producción anglo-germana, no cabe duda de que
forma parte de ese lavado de imagen que ha emprendido el cine británico para
mejorar su prestigio frente al trauma que supuso el Brexit. En esta ocasión, no
hay ninguna duda de que se pretende hacer pasar el efímero acuerdo de paz de
Munich entre Neville Chamberlain y Adolf Hitler como una oportunidad para que
Inglaterra y los aliados se preparasen para la guerra cuando, en realidad, fue
justo al revés. Sirvió para que la más poderosa maquinaria de guerra que ha
conocido el mundo tuviese muchos más medios y fuera aún más temible.
Así que asistimos al
retrato del Primer Ministro inglés como si fuera el de un estratega que estaba
dispuesto a hacer cualquier cosa para mantener la paz en el continente europeo
y que sus cesiones y concesiones eran meras tácticas para hacer frente
convenientemente a un contrincante al que se iba a enfrentar más pronto que
tarde. A pesar de esta tergiversación interpretativa de la Historia, no cabe
duda de que la película guarda algunas virtudes como es la interpretación de
Jeremy Irons en la piel de Neville Chamberlain y la evidencia del cuidado en la
producción, con un diseño exhaustivo y atrayente de aquellos días de septiembre
de 1938.
Por otro lado, dejando
de lado la parte más apasionante de la trama que es, sin duda, la astucia que
ponen en juego los contendientes en el tablero de ajedrez político, también se
introduce una narración más íntima tejida con pequeñas conspiraciones,
historias de amistad y frustraciones desde la perspectiva de unos personajes
que apenas pudieron ser poco más que espectadores de toda esa esperanza en
entredicho. El resultado es una película que se deja ver, con momentos de
tensión muy logrados, a la vez que se describen otros con diálogos infantiles
para justificar motivaciones diversas, además de un actor totalmente inadecuado
como Ulrich Matthes para encarnar a Adolf Hitler, al que se parece
aproximadamente con la misma similitud que un huevo alemán a una castaña
escocesa.
El mundo contenía el
aliento cuando, de hecho, se sabía perfectamente cuál iba a ser el desenlace.
Celebrar una conferencia de paz para ganar algo de tiempo y conceder la región
de los Suretes a Alemania sin el concurso de los checoslovacos no era más que
un teatro mal llevado porque, en el fondo, no se deseaba el enfrentamiento
contra el que era la mayor de las garantías contra las potenciales ambiciones
soviéticas. Todo eso se obvia porque es mejor parecer tonto que serlo y es
difícil llevar la cara limpia cuando se tiene muy sucia. Aún así, un día más de
paz, en aquellos días, era un triunfo, efímero y pequeño, pero triunfo, al fin
y al cabo. Munich fue el escenario del asesinato de la tranquilidad para medio
mundo. Y la debilidad y los intereses supranacionales fueron los autores. Sólo
se pudo parar aquello cuando aparecieron hombres con determinación, capaces de
parar los pies a un loco sediento de venganza y de poder que creía en un Reich
que duraría mil años.
La conferencia para una paz breve fue una crónica anunciada de una declaración de guerra. El espionaje no sirvió de nada porque, ni siquiera, pudo prever el siguiente movimiento del diablo. Y el infierno duró seis años mientras todos se desangraban en el terrible y desolado campo de batalla.
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