Ya
se sabe. Todos los eventos de la Historia están íntimamente conectados porque,
en el fondo, forman parte de la misma conspiración. Lenin y Hitler son las dos
caras de la misma moneda, auspiciada por aquellos que sólo aspiran a
desestabilizar cualquier forma de equilibrio. Ésa es la palabra prohibida.
Equilibrio. No puede haber paz. No puede haber un equilibrio de fuerzas. No
puede haber equilibrio para una Humanidad que sólo merece caminar en falso por
el abismo. Córteme una conspiración en el mejor sastre y luego métale la tijera
como pueda, por favor.
Así que, llamados por
la conciencia, hay que combatir esas conspiraciones que tratan sobre la Primera
Guerra Mundial, la Revolución de Octubre, la entrada de los Estados Unidos en
el escenario bélico internacional. Ninguna de ellas se puede evitar, pero sí
terminan, aunque sólo sea para dar paso al siguiente conflicto. Detrás de ello,
por supuesto, está la elegancia británica, con su paraguas, su bombín, su traje
de corte clásico y elegante y el destino, que también se burla desde las
trincheras. El resultado, además de una entretenida lección de Historia para
jóvenes, es una película de cierta habilidad, con violencia extrema, pero no
tan evidente como en sus dos anteriores entregas, y con el aliciente de ir
reconociendo unas cuantas caras familiares según van apareciendo los distintos
personajes históricos que ponen salsa a la ficción.
Aquí, Matthew Vaughn
juega con mucha más clase que en la bastante infumable Kingsman: El círculo de oro y se sigue echando de menos a ese Colin
Firth que encandilaba en Kingsman.
Sin embargo, consigue una precuela de cierta gracia, con un esforzado Ralph
Fiennes para describir lo que no es la primera misión de los hombres del corte
impecable, sino la misión que dio origen a la creación de la sastrería, por
llamarlo de alguna manera. Y los caballeros que sigan leyendo me van a
disculpar que guarde un respetuoso silencio no sea que descubra los secretos de
la raya diplomática.
Por supuesto, volviendo
a lo que nos interesa, hay escenas que coquetean peligrosamente con el exceso,
algún momento de humor realmente conseguido, pero, sobre todo, un sentido de la
acción bastante más depurado aunque igualmente imposible dentro de una película
que pasa de lo transgresor a lo conservador con una facilidad parecida al uso
de un bastón. Traidores siempre han existido y, como unos acontecimientos están
relacionados misteriosamente con otros, es necesario hilar muy fino y confiar
estas cosas a los señores que se dedican a tales menesteres.
No olviden pasar la plancha y llevar los trajes a la tintorería. Gemma Arterton pone un punto de clase femenina muy atractivo y Djimon Honsou aporta cicatrices con sabiduría indígena y de servidumbre. Todo muy inglés. O muy ruso, depende de cómo se mire. Rasputín, además, no era ningún santo. Y los tres primitos que luego se convirtieron en reyes tienen su aquel. Quizá el deber cumplido sea el único camino para los que pueden creer que este mundo tiene alguna solución o, tal vez, vivamos en un torbellino que hace que unos hombres que visten ropa muy cara sean los elegidos para asegurar dos o tres libertades. Tampoco muchas más, no sea que luego nos acostumbremos a vivir bien o, lo que es peor, a pensar por nosotros mismos. La sisa me aprieta un poco, caballero. ¿Me corta una conspiración para ensancharla o vamos a la sala de patrones a discutirlo?
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