martes, 12 de julio de 2022

JAMES CAAN: EMBOSCADA HACIA EL ÉXITO

 

Su estilo era muy viril, muy seguro. Era como si se dejara de lado los tics y manierismos propios de los actores del Método que tan de moda estuvieron en los años setenta y, de repente, una especie de James Cagney rejuvenecido, algo menos expresivo, pero muy energético, irrumpiera con naturalidad dentro de nuestras admiraciones. James Caan fue uno de los actores más en boga en aquellos años. Más tarde, su adicción a las drogas, la pérdida de su hermana por leucemia y la ruina económica, además de un especial instinto para rechazar papeles importantes, hicieron que su carrera ya no pudiese recuperarse salvo algún título aislado. Fue una víctima de la emboscada hacia el éxito que se plantea a cualquier estrella.

Se le puede apreciar casi como extra en Irma, la dulce, de Billy Wilder y compone uno de esos típicos chicos malos que hacen pasar un mal rato a una vieja atrapada en sus circunstancias, en este caso la parálisis y un ascensor averiado, en la excelente Una mujer atrapada, de William Castle. Sin embargo, se podría decir que fue Howard Hawks quien descubre realmente a James Caan. Le ofrece el papel protagonista en su película sobre automovilismo Peligro, línea 7000 y, a continuación, le da su celebrado personaje de Alan Bedillion Treherne, más conocido como Mississipi, en la estupenda El Dorado. El estilo relajado, discreto, con buen ritmo para las situaciones de humor y con un indudable tono varonil lleva a ser conocido en todo el mundo. Después de trabajar con el Coppola primerizo de Llueve sobre mi corazón, el director le otorga el papel por el que James Caan es más recordado: el Sonny Corleone de El padrino. La interpretación del nervioso hijo mayor del clan Corleone resulta impactante y Caan consigue una nominación al Oscar al secundario. A partir de ahí, su cotización subre como la espuma e interviene en películas que, quizá no hayan sido debidamente recordadas, como la excelente Permiso para amar hasta medianoche, de Mark Rydell, o esa divertida extravagancia que es Una extraña pareja de polis, de Richard Rush, al lado de un también muy divertido Alan Arkin.

Después de hacer un breve cameo en  El padrino, segunda parte y de actuar como compañero de Barbra Streisand en la segunda parte de Funny girl con el título de Funny lady, Caan alcanza un éxito excepcional para la época con ese futuro distópico que se describe en la película Rollerball, de Norman Jewison. Su físico atlético le ayuda a conseguir el papel frente a otras estrellas del momento como Robert Redford o Steve McQueen y la historia deja un impacto importante para la época, con la invención de un deporte en el que el público vuelca toda su frustración y toda su rabia para evitar las confrontaciones políticas entre bloques. Aborregamiento general para que no se piense demasiado. ¿Les suena? El defecto de todo eso que, tal vez, el deporte también fabrica mitos.

Peckinpah le requiere para una de sus películas menos conseguidas, Los aristócratas del crimen e interviene haciendo de sí mismo en un divertido episodio al servicio de la pandilla de Mel Brooks en La última locura. De aquella época es una estupenda película que ha caído lastimosamente en el olvido y que resulta muy divertida, con una ambientación extraordinaria y con un reparto de campanillas que es Harry y Walter van a Nueva York, la historia de dos pícaros de principios de siglo que se topan con el negocio del ídem a pesar de los esfuerzos en contra de un malvado Michael Caine. El que comparte protagonismo con Caan es Elliott Gould y la chica fue Diane Keaton. Y sí, señores. Nadie se acuerda de esta excelente película.

Escoge el episodio más lucido para la superproducción Un puente lejano, de Richard Attenborough, en la piel de ese sargento que promete a su teniente hacer lo imposible para cuidar de él y se empareja con Jane Fonda para una hermosa película como es Llega un jinete libre y salvaje, de la que tampoco se habla mucho y que, no obstante, resulta una bonita diatriba ecológica exenta de panfletos.

Los ochenta empiezan bien para Caan cuando acepta participar en Ladrón, de Michael Mann, como ese profesional de guante blanco que reviente cajas fuertes al son de la música de Tangerine Dream y acepta ser el fantasma en la versión americana de Doña Flor y sus dos maridos, al lado de Sally Field y Jeff Bridges con el título de Bésame y esfúmate, de Robert Mulligan, un director con el que Caan no se llevó nada bien a pesar de que la película es divertida, muy ligera y en la que él aparece con una clase indudable.

Y aquí, salvo por una intervención en televisión, James Caan debe parar para someterse a una cura de desintoxicación. Está arruinado, su hermana, que era su principal apoyo, fallece y los focos le ciegan la mirada. Demasiados matrimonios. Demasiado todo para convertirse en nada. Cuatro años permanece alejado de las pantallas para pensar un poco más en su futuro. Durante ese tiempo, Caan no quiere saber nada del cine y trata de poner su vida en orden. Regresa con fuerza en 1987 de la mano de Francis Ford Coppola con una de las películas más conmovedoras del realizador italoamericano, Jardines de piedra, al mando de la unidad de enterramiento del cementerio de Arlington. Consigue un curioso éxito con Alien Nación, encarnando a un policía al que le asignan un compañero extraterrestre en una Tierra que ha aceptado como normal que hayan venido seres del espacio exterior que tienen sus partes sensibles debajo de las axilas y no duda en aceptar, después del rechazo de Warren Beatty, el papel protagonista de Misery, una de las mejores adaptaciones del universo de Stephen King. Aún da un par de coletazos de cierta clase con Ayer, hoy y siempre, estupenda recreación de una pareja de cómicos que estuvieron juntos dentro y fuera del escenario durante más de cuarenta años y en la que destila una química especial con Bette Midler, que consiguió una nominación al Oscar por este papel, y también en Como uña y carne, una áspera película en la que Caan compone un malvado que no se olvida fácilmente.

A partir de este momento, la carrera del actor comienza a diluirse entre películas sin garra, elecciones equivocadas y papeles que no se hallaban a la altura de su talento. Sí es destacable su encarnación de un Philip Marlowe maduro, casi jubilado, en la excelente Poodle Springs, de Bob Rafelson, y se le puede ver como el hombre que lo controla todo desde el poder del crimen en ese experimento interesante que fue Dogville, de Lars von Trier. A partir de ahí, quizá, sólo resulta notable su encarnación de un anciano solitario, con fantasmas en su interior, muy interesante de concepción y de desenlace en la película Alguien está vigilándote, en el año 2016, apenas reconocible por los excesos cometidos cuando la juventud aún habitaba su cuerpo.

Lo cierto es que se ha ido un actor muy sólido, de gestos muy medidos, nunca excesivo, siempre en su sitio. Su etiqueta de rebelde fue casi una rémora en una época en la que, también, había demasiada parafernalia, con las drogas volando a su alrededor, con las marquesinas refulgiendo con su nombre y con la prensa repitiendo su nombre como el heredero de los actores más duros de los años dorados de Hollywood. Quizá siempre vivió como ese rebelde que, en el fondo, no dejó de ser. “Lo cierto es que tanto Pacino, como de Niro, como yo, no éramos más que unos arrogantes, unos culos superiores al resto de la Humanidad”. Hasta la vista, Sonny. Creo que podemos decir que, a pesar de tus ganas de ir en contra de todo y de todos, nos has dejado muy buenos ratos mientras caías en las emboscadas que te preparaba el éxito.

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