Los
Dioses deben estar locos porque, en lugar de ocuparse de arreglar el
desaguisado que han formado con sus caprichos y veleidades que no han causado
más que confusiones y desastres, se entretienen en hacer chistes y soltar
frases solemnes en plan burlesco, como si eso, de alguna manera, los acercase
un poco más al caótico mundo de los mortales. Un dios puede enamorarse, ya se
sabe. Puede abandonarse hasta crear una barriga legendaria. Incluso puede tener
problemas de afecto ya que si no se hacen realidad los deseos pasan a ser
malvados. Y, por supuesto, deben hacer gala de un sentido del humor que, en
muchas ocasiones, es bastante discutible.
Y ése es uno de los
grandes defectos de este acercamiento al dios del trueno por parte del director
y guionista Taika Waititi. Sí, no cabe duda. Al susodicho le gusta no tomarse
demasiado en serio mientras profundiza en una de sus obsesiones favoritas como
es el mundo de la infancia con sus ídolos intocables y sus poderes nacidos
directamente de la fuente inagotable de la ingenuidad. Sin embargo, la historia
de super-héroes-dioses se desdibuja un tanto si todo se dirige a esperar el
próximo chiste. No es suficiente con esa falsa trascendencia que parece flotar
durante toda la historia para desembocar en una moraleja sobre el amor o, en el
peor de los casos, sobre la falta de él. Waititi pone aventura, pero no es
seria. Pone dilemas morales que, al momento, son desechados por ese afán casi
enfermizo de bajar a los dioses de los pedestales. Pone alguna que otra idea
que no acaba de estar mal sin llegar, en ningún momento, a la genialidad. Y
cuenta con apariciones especiales como la de Russell Crowe en la piel de Zeus
(ya se sabe, aquel dios al que no le gustaba que le cabreasen o metía uno de
sus rayos por donde amargan los pepinos), Matt Damon en una caracterización
que, en teoría, es graciosa, o Chris Pratt y su pandilla de guerreros de la
galaxia cuya única razón es soltar paridas a troche y moche.
El conjunto se resiente
porque parece que el objetivo del director es realizar una especie de cómic
cómico, aunque rescate a Natalie Portman para hacer más llevadero el intento.
O, para los más marginales, ponga a Christian Bale de malo malísimo, maquillado
maquilladísimo para asistir, una vez más, a la evidencia de que es un actor al
que se le ven los engranajes hasta las ruedas dentadas (y nunca mejor dicho en
esta ocasión). Mientras tanto, búsquedas, personajes que, mirados con cierta
frialdad, no aportan absolutamente nada a pesar de que disfrutan de sus ratos
importantes, desafíos a la muerte, perplejidades a mogollón, niños con cierto
aire al secuestro colectivo de Indiana
Jones y el templo maldito y final abierto para que Thor tenga la
oportunidad de resarcirse en un próximo episodio de la serie Marvel. Ah, sí, y
concedamos con magnanimidad divina que hay dos o tres bobadas que provocan
alguna que otra risilla murmurada.
Así que nada. Para mentes de tres o cuatro sobre diez será un rato estupendo. Si el coeficiente es algo superior el tema es preclaro y bastante tonto. Mientras tanto, dudaremos si quedarnos con el martillo o con el hacha porque los destinos divinos puedan dar bandazos humanos y no se puede hacer todo desde ahí arriba. Al fin y al cabo, como todo el mundo sabe, Thor es un héroe que tiene mucha gracia. Ya se lo dijo el Hombre de Hierro en uno de los episodios de Los vengadores: “¿Sabe vuestra madre que os vestís con sus ropajes?”. El resto ya se lo pueden imaginar en esta época de inclusiones forzosas y forzadas para no dejar de ser en ningún momento políticamente correcto y obligadamente mediocre, no sea que alguien pueda llegar a ofenderse.
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