La
isla de Farö fue el refugio y la inspiración de un cineasta de la talla de
Ingmar Bergman. Allí, de alguna manera, se sintió identificado con ese paisaje
en el que no predominan abruptos precipicios, pero sí rugosidades que parecen
salidas de la misma alma de la isla. El mar parece que besa unas rocas que se
adentran casi con timidez, temiendo herir el agua y, a la vez, osando
desafiarla. No rodó toda su filmografía allí, pero sí que hizo unas cuantas obras
importantes, imperecederas, impregnadas de dudas, impresionadas con su
crueldad, empapadas de ausencia.
Un matrimonio de dos
cineastas trata de encontrar inspiración allí. Y quizá, aunque el viento y la
lluvia y el olor de la madera inviten a atraerla, se sientan demasiado
empequeñecidos ante la sombra de un director que hizo arte con su afán y su
obsesión y que, desde luego, ha quedado como emblema del turismo en la isla.
Puede que sí, que haya inspiración y no sean capaces de identificarla en lo que
escriben. Puede que, al fin y al cabo, sean personas diferentes que tratan de
buscar lenguajes distintos. El silencio, la incomunicación, la búsqueda
incansable de la creatividad está ahí, escondida entre esas hierbas altas,
entre esas dunas adentradas en el bosque, entre esos paisajes de interior que
ellos mismos dibujan porque, sencillamente, no saben dónde radica la verdadera
genialidad.
Así, de esa manera, la
cineasta Mia Hansen-Love realiza visitas ocasionales al universo de Bergman
dentro del territorio del virtuoso director sueco. Reconocemos miradas
tangenciales a Como en un espejo, a Secretos de un matrimonio, a La hora del lobo o a Persona porque, al fin y al cabo,
desarrollan secretos y espejos en esos instantes en los que la imaginación se
confunde con la realidad y apenas se sabe distinguir una de otra. La crisis
existencial, con frecuencia paralizante, se desliza en esas mesas de escritorio
impolutas que exhiben vacíos que deben ser rellenados con indecisiones
decididas, con exploraciones indebidas, con la asunción de que, tal vez, el
otro sea mejor. Se echa de menos ese silencio insoportable de Dios, pero,
quizá, se halle en esa última playa que es el cariño de quien más se quiere.
Brillante Tim Roth como
ese cineasta consagrado, que no necesita de halagos, que está un poco de media
vuelta de todo. Voluble Vicky Kriebs, a la que ya vimos en Tiempo, de M. Night Shyamalan, y que aquí sabe expresar el zarandeo
existencial al que se somete desde la mediocridad en la que cree estar inmersa.
Eficaz Mia Wasikowska como esa actriz-personaje que pone sobre imagen todo
aquello que su creadora guarda en estado de frustración. El resultado es una
película que sólo puede ser entendida por y desde Ingmar Bergman. Si no se han
visto suficientes títulos de su filmografía, es posible que todo pase por la
inanidad, por lo fútil. Si, por el contrario, se conoce bien la obra del
maestro sueco, entonces, desde allí, desde esa isla que fue su cobijo y su
papel en blanco, es posible que todo cobre un cierto sentido existencialista,
efímero e irremediablemente agradable.
Es hora de abandonarse a ese cineasta que no supo ser persona, pero sí artista. Trató siempre de ofrecer lo mejor desde una perspectiva trascendente y profunda y lo consiguió la mayoría de las veces. Tal vez sabiendo que el común de los mortales nos hacíamos las mismas preguntas que él y que ni siquiera podíamos darles respuesta acudiendo a los ignotos terrenos de la más fértil imaginación.
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