miércoles, 5 de octubre de 2022

IPCRESS (1965), de Sidney J. Furie

 

Un científico desaparece en un tren. Se esfuma. Sin rastro. En la operación, se elimina al agente del servicio secreto encargado de protegerle. Y ahí es donde aparece Harry Palmer. En principio, Harry parece un oficinista escondido tras sus gafas de miope, pero es algo más. Sí, de acuerdo, se le ofreció entrar como espía en inteligencia militar a cambio de la cárcel. Harry tiene una ética propia, no muy alejada de la lógica.

-. ¿Le gusta el ejército, Palmer?

-. Me fascina.

Y esa es una forma de decir una mentira diciendo la verdad. Le fascina el comportamiento de los superiores, absolutamente embebidos en su orgía de poder. Le fascina que haya gente tan reprochable en las altas esferas y que se preocupen de que él, un simple sargento condenado por un desvío de dinero, esté a la hora, sea formal, haga su trabajo y no pregunte nada. Muy inglés todo. Sin embargo, Harry Palmer, dentro de su indisciplina mental, es excepcionalmente inteligente. Sabe que hay algo escondido dentro de esa trama de científicos que desaparecen y que son sometidos a un lavado de cerebro misterioso. Tendrá que husmear en sitios muy inhóspitos como en bibliotecas. Esos lugares que los superiores de Harry jamás han pisado. Al agente Palmer, no obstante, le gusta leer, escuchar música clásica y preparar unos exquisitos platos para la primera chica que se le cruce. No. No es James Bond. Todo lo contrario. Es un tipo eficiente, que trata de hacer su trabajo por encima de la inútil burocracia, que intenta conseguir resultados y, por tanto, se equivoca. O, más bien, llega tarde. Palmer tiene que mirar alrededor. Y lo que va a encontrar no le gusta nada.

Primera de las cinco encarnaciones que Michael Caine hizo de este agente secreto nacido de la pluma de Len Deighton y que dio la vuelta, en una arriesgada jugada, a todo lo que los superagentes suponían en plenos años sesenta. En contraposición con Bond, Harry Palmer es un personaje gris, lleno de cinismo, con unas respuestas que siempre esconden más de un sentido, sin predilección por la acción aunque no duda en emplearla cuando es necesario. Tendrá su continuación en Funeral en Berlín, sin duda la mejor de toda la serie, Un cerebro de un billón de dólares, Medianoche en San Petersburgo y El expreso de Pekín. Y no cabe duda de que va cayendo en el olvido porque no es un personaje espectacular en lo exterior, pero que resulta tan fascinante como el ejército para él en cuanto se rasca un poco en la superficie.

En esta ocasión, un director de estilo tan particular como Sidney Furie sabe llevar las riendas de una complicada trama que se encarama hasta el segundo lugar de todas las aventuras de Harry Palmer. A pesar de que, en algunas ocasiones, busca planos ciertamente rebuscados, Furie sabe apasionar con el personaje en una historia que decae ligeramente hacia el final. Tal vez porque Palmer no parece el personaje más adecuado para padecer un intento de lavado de cerebro. Aún así, la sensación es de haber visto una buena película, mesurada en su narración, en la que hay que buscar motivaciones y, por supuesto, enfangarse con las élites. Y, sin duda, desarrollar una enorme simpatía por ese hombre que parece andar sin que demasiadas cosas le importen nada.

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