En
un rincón olvidado de una antigua estación, hay una oficina de objetos perdidos
regentada por un individuo algo taciturno, aislado del mundo. Su único
aliciente consiste en restaurar alguna de las cosas que le traen y localizar a
su dueño original. Tal vez así, obtenga una sonrisa de una vida que se ha
empeñado en traer la infelicidad a su existencia. Es ínfima, apenas nada, pero
lo hace porque no le queda nada más. Está rodeado de objetos inservibles,
rotos, cubiertos de fango y olvido, pero quizá alguno de ellos signifique algo
especial para alguien.
En el fondo, puede que
su alma le esté empujando a restaurar algo más. Puede que alguna persona
perdida necesite de su reparación. Una vez sintió algo, pero se evaporó por la
rabia y la frustración. Lo cerró todo y se mudó al mismo lugar donde trabaja,
al lado de esos objetos extraviados y cubiertos por el lodo del tiempo. Un
hallazgo le remueve el estómago y la conciencia y decide que es hora de
encontrar personas perdidas que debieron dejarse en algún lugar del camino lo
que más querían. Será difícil porque todo el mundo tiene una tormenta en su
interior que esconde sus verdaderas motivaciones, pero lo hará porque, si no,
sabe que está muerto y que le queda muy poco por vivir.
A través de sus
investigaciones para restituir lo que no se puede, ese hombre tendrá que
visitar lugares muy dolorosos de su interior, pero hará todo lo necesario. Él
es un especialista en eso. Es metódico y perseverante. Y siente que su momento
de salir de la cueva que él mismo se ha construido ha llegado. Así es como el
dolor deja paso a la esperanza y, a menudo, ella es sólo eso, una posibilidad,
una nada vestida de todo, una promesa que es muy posible que no llegue jamás a
cumplirse.
Jorge Dorado, director
de la muy apreciable y poco apreciada Mindscape,
decide traer la historia del alma de un hombre que fue abandonada también en
los objetos perdidos del destino. Para ello, cuenta con la colaboración de un
intenso Álvaro Morte, que no deja de buscar con la mirada algún lugar en el que
posar su conciencia. El resultado es una película más que aceptable, con algún
fleco suelto que no acaba de encajar, pero que, al fin y al cabo, nos habla
sobre la honradez, sobre lo que un hombre insignificante es capaz de hacer si
se lo propone, sobre una injusticia que debe convertirse en felicidad y sobre
un mundo que esconde sus propios errores en maletas de falacia y de memoria
borrada. No es una historia amable. No es gratificante. Es una búsqueda, un
encuentro y una gloria en la derrota.
Así que no hay que dejar que los recuerdos se queden almacenados en una estantería de visita esporádica, esperando que alguien los rescate para volver a sentir lo que mereció la pena. Hay que luchar por ellos, porque somos nuestros recuerdos, por muy malos que sean, por mucho que nos hayan marcado. Sin olvidar que nos debe mover nuestro instinto de buenas personas. Personas perdidas, quizás, pero buenas personas. Y si hay que destapar negocios de barro y sangre crecidos bajo la luz del lujo, se hace, porque eso hará que una parte pequeña del mundo sea un poco mejor. De esa forma, puede que podamos irnos de vacaciones a algún lugar tranquilo, donde no nos alcance el chantaje, la obligación y el castigo inmerecido. Siempre hay algún ángel solitario que está dispuesto a descifrar la razón de las lágrimas, la permanencia de la tristeza o el auténtico sentido de una existencia que, en demasiadas ocasiones, nos parece del todo inútil.
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