De vez en cuando, el
cine trae alguna sorpresa inesperada. En esta ocasión, se trata de la única
película como director de James Cagney que, además, es versión de aquella otra
titulada El cuervo,de Frank Tuttle, y
que supuso la primera y afortunada reunión entre Alan Ladd y Veronica Lake. No
cabe duda de que las hechuras de esta película son de serie B, empezando por un
reparto encabezado por William Bishop, fallecido poco después del estreno,
experto jinete en paisajes baratos del Oeste; Yvette Vickers, un año más tarde
muy conocida por ser la protagonista de El
ataque de la mujer de cincuenta pies; Georgann Johnson, felizmente en
activo con una larguísima carrera en la pequeña pantalla; y Robert Ivers, quizá
el mejor de todos ellos, actor de corta filmografía y largos villanos que se
centró, sobre todo, en la televisión. Cagney sabe que la ambigüedad del
personaje protagonista, interpretado por Ivers, es el mayor activo de la
historia. Al fin y al cabo, es un asesino al que le encargan dos trabajos y le
pagan con dinero marcado. La traición está servida y el profesional de las
armas tratará de buscar venganza entre los de su misma calaña.
Basada en un relato de
Graham Greene, Cagney se ocupa en mostrar a ese asesino en su lado más
impasible y, al mismo tiempo, da razones al espectador para intuir el
sufrimiento que le acompaña en su interior. No es un novato, pero no es tan
abrumadoramente impasible. Con ese papel que él hubiera interpretado con los
ojos cerrados, Cagney muestra simpatía aunque, en su contra, juega, quizá, la
dirección algo rutinaria y previsible, pero hay un par de excelentes escenas de
acción, una más que aceptable dirección de actores con un material bastante
corto, y la certeza de que Cagney sabía lo que estaba haciendo a cada minuto.
Sólo aceptó dirigir el guión como favor a uno de sus mejores amigos, el
productor A. C. Lyle.
Sé que los más curiosos
que no conocen la película podrán entretejer la sospecha de que, tal vez, este
esfuerzo de James Cagney podría ser una joya escondida como en su momento fue La noche del cazador, de Charles
Laughton. No. No es tan buena. Ni tan rompedora. Ni tan tenebrosa. Ni tan
atinada. Es una película hecha con esmero, con poco metálico y bastante
ingenio, que se adscribe dentro del género negro con comodidad y que, en todo
momento, es bastante consciente de sus limitaciones. Merece ser descubierta,
pero no es una obra maestra ni de lejos. Es trepidante y de cierto ritmo, con
motivaciones claras y resultados algo más que aceptables. Es Cagney tratando de
sacar algo de un saco prácticamente vacío. Nunca más volvió a ponerse tras las
cámaras. Siempre dijo que no estaba interesado en la dirección, que aprendió de
muchos porque veía lo que hacían, pero que no estaba hecho para narrar
historias. Él era la historia.
Así que es posible que
sea agradable acompañar al protagonista en su atajo al infierno. El cargador
está a punto y ese individuo, Kyle Niles, debe cumplir con su trabajo y también
con su moral. En ese punto, puede que asistamos a una imposible mezcla entre
Elisha Cook Jr., y James Dean, pero eso tendrán que juzgarlo los mismos que
saben que, por mucha piedad que inspire, el diablo está esperando al asesino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario