El universo se abre en
el comedor de una pensión cualquiera. Uno de esos sitios agradables que
resultan ideales para perderse en el olvido. Allí, entre las mesas de un
desayuno de cristal, se mueven las pasiones, las decepciones, las frustraciones
y las debilidades y, al menos, hay algo de privacidad en esa posibilidad de
tomar un café o un té sumido en los pensamientos propios. Un melifluo militar
retirado, que trata de parecer simpático escondiéndose detrás de una verborrea
algo inaguantable, no es quien dice ser. Una mujer se oculta bajo una madre
dominante por la sencilla razón de que tiene pánico del resto del mundo. Un
hombre deberá enfrentarse por última vez a la mujer que le ha devorado por
dentro y que aún se revuelve en su interior mientras trata de ahogarla en
alcohol. La dueña de la pensión, equilibrada y de una rara y discreta
elegancia, prepara el decorado porque ella también es parte interesada del
drama. Almas sin rumbo que confluyen en la nada abismal que se abre entre sus mesas.
Días que empiezan después de noches sin fin. La maledicencia tratará de ser un
huésped más, uno de esos que llegan sin avisar, pero quedará espantada ante un
deseo de buenos días como signo de aceptación cuando todo parece derrumbado. Y
las palabras, tan sólo dos, resultan fundamentales cuando se necesitan
escuchar.
Es difícil escapar de
la portada de todos los días. Y aún es más complicado competir con una mujer
que lo tiene todo y que ha vivido más. No existen atajos para las
responsabilidades y el juego de la vida trata simplemente de no parecer
patético a cada hora. Puede que haya miradas acusatorias, desplantes
injustificados y vergüenzas inasumibles, pero, aún así, quizá haya que reducir
el espacio entre las mesas y, sin necesidad de demostrar un excesivo
acercamiento, dejar que la amabilidad tenga un sitio en la mesa. La amabilidad
normal. La amabilidad rutinaria. Esa misma que te permite ser uno más.
Película de actores inmersos en pasiones inconfesables, el director Delbert Mann realiza un excelente trabajo de dirección, prácticamente en clave teatral, con intérpretes sólidos como Burt Lancaster, Deborah Kerr, el sobresaliente David Niven en el papel que le proporcionó el único Oscar de su carrera, al igual que la tremenda elegancia que destila Wendy Hiller y la solvencia encantadoramente peligrosa de Rita Hayworth en su mejor intento dramático, moviéndose con soltura entre la ambigüedad y la razón. Y es que no es fácil vivir cuando todo a tu alrededor te empuja hacia el olvido, hacia la irrelevancia, hacia la seguridad de no haber pasado por una vida que, hasta el momento, no merece mucho la pena. El salón de desayunos, con ese olor a café pausado y a tostadas recién hechas, puede ser el lugar perfecto para dejar reposar ese pozo de decepciones que todos parecen llevar pesadamente a la espalda. Es un momento de vida mojada en leche que no deja de ser realidad. Ojalá todos los días se detuvieran ahí. En el principio. En la promesa. En la apariencia. En la sonrisa después del descanso o del insomnio. En el azúcar rehusado. En ese pedacito de existencia que se degusta en pequeños sorbos.
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