martes, 18 de octubre de 2022

LOS ESPÍAS (1927), de Fritz Lang

Un genio del mal detrás de la mesa de un banco articula toda una red de espías para hacerse con los tratados comerciales de Alemania con cualquier país. Dirige el negocio desde su silla de ruedas y trata de conseguir sus planes a través de unas cuantas mujeres a las que paga generosamente. Sin embargo, hay un elemento con el que no cuenta. El amor. Ese maldito traidor. Cuando aparece, ya no hay lealtades que valgan. Envía a una atractiva rusa a distraer al agente secreto que va tras él y la chica cae arrebatada en los brazos del Agente 326. Por otro lado, también envía a otra chica para seducir al Doctor Matsimoto, de la misión comercial japonesa, para robar el tratado de marras. Aquí no hay banderas, ni patriotismo, ni el típico enredo de espionaje para el bien del país. Sólo se halla la ambición desmedida, la aparición del capitalismo más salvaje que no repara en medios con tal de hacerse con el mayor número de ceros posible. Si eso significa la ruina de Alemania, adelante. Haghi, ese genio de las finanzas y de la maldad, intentará hacerse con el verdadero control político y financiero del país. Y va a hacer falta mucho tesón, mucha inteligencia y mucho trabajo para pararle.

Haghi, por otro lado, tiene otro talón de Aquiles que no esperaba. El amor que siente la chica rusa por el agente secreto, despierta sus celos. Él desea que la chica se enamore de él y no de ese petimetre al servicio del gobierno que no duda en disfrazarse de vagabundo por las calles con tal de conseguir alguna información. Vagabundo. No se puede caer más bajo. Es un individuo sin clase, sin altura, sin ambición, carente de gracia. Haghi prefiere no pensar en lo contrario. En realidad, es un tipo que sabe moverse excepcionalmente bien por los ambientes más elegantes, tratando de atrapar cualquier hilo que le proporcione un camino hasta el ovillo. Haghi caerá y, cuando se dé cuenta de que su caída es inevitable, tratará de arrastrar a todos y a todo. Al final, sólo será un patético payaso tratando de hacer reír a los mismos a los que ha intentado vencer.

Fritz Lang inauguró el género del espionaje con esta película presionado por el presupuesto porque se había gastado mucho más de lo previsto en Metrópolis y la productora UFA no estaba nada segura de financiarle una película sobre espías, un tema que, hasta ese momento, no se había planteado en el cine. Lang prometió gastarse lo menos posible en decorados, haciendo muchos primeros planos y con una puesta en escena austera y el resultado es que volvió a conseguir una obra muy cercana a la maestría. Aquí es donde se asientan las bases de todo lo que vendría después aunque no deja de ser un caso de espionaje político-industrial que, vista con los ojos de hoy en día, peca de ingenuidad. Aún así, hay secuencias prodigiosas, un ritmo sorprendente para el cine mudo, acostumbrado a detenerse en las expresiones de los intérpretes y un sentido de la historia casi realista para el año 1927. Lang, quizá, fue el primero de los espías en un mundo que estaba a punto de romperse en mil pedazos.

Y es que siempre hay algo que no se tiene en cuenta en los megalómanos planes de quien intenta dominar con billetes de banco. Tal vez porque esa motivación no es la más adecuada para construir nada y sí para destruir todo. Lang no quiso hacer ningún reflejo de esa realidad política que acaecería sobre Alemania algunos años después porque era algo que, en la época, no preocupaba en demasía. Los nazis aún no eran nada. Sólo a partir de M, el vampiro de Düsseldorf, Fritz Lang comenzó a ver la psicosis que se creaba en una sociedad a punto de caminar hacia el abismo.

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