Todo ocurre porque dos
rectas finales acaban cruzándose. Ella ya está recibiendo los últimos aplausos
y quizá sólo quiere tener un éxito más. Él ha vivido la vida sin complicaciones
desde lo alto de una pirámide financiera reservada para los más entendidos. El
lujo y las recepciones forman parte de su rutina, pero será un equívoco algo
estúpido el que hará que ambos coincidan en ese vacío inexplicable que, a
veces, es el corazón. La complicidad no tardará en aparecer y la simpatía se
volverá algo más en una despedida que nunca se produce, al borde de un jarrón
de secretos, en la misma orilla de la pasión.
Gentil señor que has
conseguido traerme las flores de la última ovación, que haces vivir en mí el
deseo de un beso más porque siempre sabe a poco, que intentas que la facilidad
ocupe nuestras conversaciones salvando las distancias de la línea telefónica
como si habláramos frente a frente mientras apoyamos nuestras mejillas en la
almohada. Sólo pido que ya no haya engaños porque soy actriz y me he cansado de
fingir. Gentil, gentil señor, recíbame entre sus brazos porque sólo en ese
rincón sentiré la felicidad que tanto he perseguido en balnearios, hoteles de
cinco estrellas y bastidores de teatro.
Gentil señor que
derrocha buen humor cuando no parece darse cuenta de que todo el fingimiento ha
saltado por los aires, que agarra con firmeza, pero sin fuerza, la copa de
cristal que contiene el brindis que toda mujer le gustaría beber. En sus
regalos de despedida en el ajetreo laboral siempre parece haber una disculpa y,
al final, un enredo idiota está a punto de echar por la borda todo lo que hemos
conseguido. La noche está enganchada a tu traje de etiqueta mientras el día se
instala en mi sonrisa enamorada. Gentil, gentil señor, manténgame esa complicidad,
esa broma compartida, esa risa que ya no suena sola, que ya se abre en la
medianoche sin descansar hasta el alba.
Gentil, gentil señor de nombre Cary Grant, que destila tanta clase que acaba por ser deseable cuando hace el ganso en un baile escocés inolvidable, que ofrece su brazo a Ingrid Bergman para dejar que el encanto se apodere de una comedia pequeña de elegancia probada, que juega con la mirada para sólo encontrar acomodo en la de ella, como tratando de recordar un tiempo en el que estuvieron encadenados convertido ya en pura indiscreción. Stanley Donen fue el casamentero. Y, al terminar, sólo podemos agachar la cabeza, sonreír levemente y estar seguros de que hemos visto algo muy cercano a la perfección, más allá del lujo, más allá del vacío de unas vidas que estaban al borde de la irrelevancia. Gentil, gentil señor, ofrézcame su brazo para pasear a la orilla del río, a salvo de miradas atrevidas e incómodas. Dígame, una vez más, esa mentira que le pone a resguardo del sentimiento más desatado y luego calle y piérdase en esa conversación eterna de silencio clamoroso. Yo prometo ser buena chica y no montar ninguna escena para que luzcan menos los brillantes y más sus ojos.
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