Un gigante de cincuenta
mil toneladas surca el Mar Báltico en busca del Mar del Norte para azotar las
costas inglesas. Hitler quiere a Inglaterra bajo su dominio y manda al
acorazado más impresionante que navegó por las costas de Europa en la Segunda
Guerra Mundial. Además, por si fuera poco, el tiempo les favorece. Una niebla
camufla las intenciones del Almirante a bordo del Bismarck y los ingleses, privados de sus aviones de reconocimiento,
apenas pueden prever sus movimientos. Hay que desguarnecer a algunos convoyes
en curso para hacer frente a Goliath. La orden de Churchill retumba en los
oídos del Centro de Planificación Naval de la castigada Londres: “¡Hundid al Bismarck!”.
En la larga singladura
sorteando trampas y enemigos, rehuyendo en algunos casos el combate, el Bismarck se apuntará algunos tantos.
Hundirá irremisiblemente al Hood,
consiguiendo que sólo sobrevivan tres de sus mil cuatrocientos marineros. Y se
enfrentará con inteligencia y ciertas dosis de arrogancia al resto de la Armada
británica. Sin embargo, los ingleses son perseverantes. Saben que quizá un par
de torpedos no consigan hundir al maldito e imponente barco, pero también
tienen la certeza de que si se golpea continuamente, el gigante se puede
tambalear. La estrategia que se lleva a cabo desde el Centro de Planificación
Naval es inapelable. El Bismarck, la más fabulosa maquinaria de guerra marítima
que se puso en servicio en los mares más fríos de Europa, será hundido. Sin
piedad. Igual que él no la tuvo con el Hood.
Entre medias, por
supuesto, habrá historias de superioridad moral y rencor por parte nazi y,
desde luego, temores fundados y sufrimientos solitarios por parte británica.
Las pasiones humanas, al fin y al cabo, forman parte de la guerra igual que las
bombas, los cañones, los antiaéreos y los torpedos. Puede que un rostro bonito
en medio de una tensión insoportable sea lo más indicado para recordar que, a
pesar de todo, el mundo merece la pena. Por la mañana y por la noche. Bajo los
bombardeos. Bajo la nada.
Excelente película que
narra el asedio de la flota británica al más grande de los acorazados nazis,
con Kenneth More y la suavidad de Dana Wynter sufriendo por el lado inglés,
mientras que, a bordo del monstruo, se deleita Karel Stepanek en el papel del
arrogante Almirante Lutjens y sufre, por usar la razón, Carl Möhner, impotente
ante la locura de rencor de su superior, en la piel del Capitán Lindemann. Con
un admirable uso de las maquetas y recordando ligeramente esa pequeña obra
maestra que hicieron Michael Powell y Emeric Pressburger sobre La batalla del Río de la Plata, narrando
la caída del también enorme acorazado Graf
Von Spee, Lewis Gilbert dirige con precisión cronometrada toda la cadena de
decisiones y jugadas que ponen en práctica los dos bandos en un tablero de agua
apasionante en sus tácticas más que en las propias batallas. Aquí no ganaba
quien tuviera mayor poderío naval. Sólo quien fuera más inteligente.
Así que, con la orden en la cabeza, la Armada británica se aprestó al ataque antes de que tuviera que adoptar una estrategia de defensa. Cuidado, incluso puede caer algo de sangre por la boca del comunicador con el puente de mando. El mar no tiene piedad. Y si un monstruo surge de entre sus aguas, aún tendrá menos.
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