Hubo
una vez un compositor y un director de orquesta que llegó a límites
insospechados de la música contemporánea. Combinó con singular fortuna el jazz,
la música popular y el academicismo más exquisito para dar forma a algunas de
las piezas más impresionantes que se hayan interpretado en una sala de
conciertos. En su genialidad, siempre sensible, mantuvo un apoyo sin fisuras de
una persona que soportó todos sus defectos y, entre ellos, su egoísmo
desprovisto de maldad porque, en su historia de amor, él busco entretenimientos
pasajeros que le sacaran del aburrimiento y del agobio que sentía por la
presión del éxito. Tocó todas las notas de su vida, una tras otra, formando un
arpegio que, aunque imperfecto, hizo de él una leyenda del atril.
Y es que Leonard
Bernstein encontró el amor verdadero en Felicia Montealegre, una actriz de
origen chileno, que supo lo que él era, lo que él significaba y en lo que se
iba a convertir. En ella no sólo obtuvo el respaldo necesario para desarrollar
su arte, sino también su espejo, su voz de la conciencia. Ni él mismo se daba
cuenta de que, en todos sus pentagramas, ella estaba presente porque, en algún
momento, sintió que la vida era realmente insoportable y buscó a otros para que
la diversión difuminara la búsqueda de su propia genialidad. Sólo al final se
dio cuenta de que, como ella, no habría nadie más, nadie haría de él esa
persona única que dirigía de forma tan particular, casi bailando en el estrado,
llevando a Mahler hasta alturas insospechadas de sonoridad y sentimiento,
subrayando la importancia de hacer que los jardines de la convivencia de una
pareja crezcan hasta lo mejor que supieron, alcanzando el sentimiento de unos
salmos sorprendentes en su encaje y, por supuesto, preguntando a todos si
tienen alguna pregunta formulada desde la candidez. Bernstein fue un genio.
Felicia Montealegre, también.
Con Martin Scorsese y
Steven Spielberg en la producción, Bradley Cooper desarrolla una película algo
irregular, combinando algunos momentos realmente grandes, con transiciones
imaginativas y otros, quizá, algo reiterativos en el dibujo reprochable de un
hombre que nunca supo dónde se hallaba la felicidad hasta que fue demasiado
tarde. Su esfuerzo interpretativo resulta encomiable, con una transformación
física sorprendente, pero, por encima de él, hay que destacar el soberbio
trabajo de Carey Mulligan, otorgando profundidad y sentido a una mujer que fue
todo en la vida del director aunque ni él mismo se diera cuenta. La música de
Leonard Bernstein no sólo es incidental a lo largo del metraje, sino que
también ocupa la banda sonora dando ambiente a las discutidas decisiones, sobre
todo sentimentales, del gran músico. El conjunto consigue llevar al espectador
en brazos de los pentagramas del genio en algunos pasajes y se detiene
precariamente una y otra vez en el problema de la bisexualidad promiscua
sazonada de excesos para superar los miedos de alguien que fue saludado como el
primer director de orquesta estadounidense de prestigio de la historia. Por
otro lado, se obvian algunos momentos legendarios como el concierto que
Bernstein ofreció con la Filarmónica de Berlín a los pies del muro derribado en
1989 interpretando la Novena Sinfonía de Beethoven y cambiando la palabra
“alegría” por “libertad”.
Aún así, es una buena película y, en sus trechos sobresalientes, se disfruta de una música que van desde La ley del silencio hasta los Salmos de Chichester pasando por el ballet Fancy free que dio lugar, posteriormente, a Un día en Nueva York. Sin él, la música clásica, hoy en día, no sería igual porque, con su estilo, trasladó entusiasmo y corazón, tocando todas y cada una de las notas de un arpegio en el que él mismo se encargó de poner la nota disonante. Al fin y al cabo, todos nosotros lo hacemos. ¿Alguna pregunta?
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