miércoles, 13 de diciembre de 2023

ESTÁN VIVOS (1988), de John Carpenter

 

Todo comienza con una simpleza. Como si hubiera una especie de resistencia algo fanatizada y bastante inútil contra el poder establecido. Ese mismo que se mueve entre las finanzas y los medios de comunicación. Alguien como Nada no cuenta para ídem. Es sólo un obrero, un trabajador cualquiera al que le llama la atención que haya unos cuantos acampados en chabolas delante de la parroquia de su barrio y que a las cuatro de la mañana haya movimiento en ella. Algo estúpido, poco corriente. Nada. Sin embargo, las narices sirven para meterlas en aquellos sitios donde huele y Nada descubre algo sin demasiado sentido y a punto está de tirarlo todo a la basura y que todo quede en la típica resistencia débil aplastada por la policía, desalojada a la fuerza y llevándose al párroco detenido. Un incidente más dentro de esta civilización deshumanizada e indolente.

Sólo un gesto rutinario, inocente, ínfimo es lo que abre los ojos a Nada. Sólo ponerse unas gafas de sol y las cosas se convierten en una trampa mortal dominada por unas extrañas criaturas que han adoptado una apariencia humana. Y nunca mejor dicho. Una apariencia humana. Ni los mismos humanos saben y pueden distinguirlos. Todo está inundado de mensajes subliminales para ejercer una dominación desde los ceros y las líneas de definición televisiva. Parece de locos. Es posible que sea parte de ese mundo cuya entrada ha sido prohibida a gente como Nada. Y Nada no entiende ídem. Están vivos. A su alrededor. Y se comunican entre ellos. Y van a por él. Va a ser difícil convencer al mundo de que se han instalado entre nosotros y que viven como si fueran nuestros vecinos de todos los días. Mientras tanto, el plan monstruoso sigue creciendo. Y, en algún lugar, una antena parabólica consigue interferir en la visión humana para que no sepamos cuál es la verdad.

No cabe duda de que la imaginación es parte importante de esta relajada película de John Carpenter. Tras la apariencia del terror, el rebelde por excelencia del pánico americano cuenta una historia en la que pone en solfa la alienación de la sociedad por parte de los poderes fácticos que dominan la modernidad sin saber que, en el fondo, estamos rodeados de monstruos insensibles que pueden acabar con todo de un plumazo. Con actores no demasiado conocidos salvo Keith David que acabaría cogiendo fama en años posteriores y Meg Foster, probablemente la actriz con la mirada más cristalina del cine, Carpenter articula una fábula que guarda un improbable sentido del humor en todas sus secuencias porque trata de atacarnos de improviso, dejándonos perplejos y pensativos, mediante nadamos entre las aguas de la serie B con un punto de caspa y con una conciencia continua de que no se está tomando nada demasiado en serio. Sorprendentemente, la película fue un éxito mayúsculo en el año de su estreno a pesar de su evidente falta de pretensiones y del intento, por parte de grupos radicales, de arrimar la historia a su ascua. Nada que ver. Nada pondrá las cosas en su sitio. Con el anular levantado. Ya lo verán. Sólo hace falta ponerse unas gafas de sol.

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