viernes, 22 de diciembre de 2023

ORDET (La palabra) (1955), de Carl Theodor Dreyer

 

Con estas palabras acerca de una película única, ya cerramos el blog hasta el martes 9 de enero. Como siempre habrá dos excepciones y serán referidas a los estrenos que se publicarán el jueves 28 de diciembre (tranquilos, no es una inocentada) y el siguiente jueves día 4 de enero, retomando, como he dicho, el ritmo habitual a partir del martes 9. Quiero desear a todos una Feliz Navidad y un Feliz Año Nuevo. Y leed atentamente este artículo. Dice cosas. 

El amor. Ese aire especial que inunda cada rincón de la vida. Esa condición inasible para hacer que toda una existencia merezca la pena. El amor arrasa. El amor impulsa. El amor perdona. El amor acepta. El amor es ese comodín que vale para todas las sensaciones humanas. Es ese momento suspendido en algún lugar en el que se navega por la piel de la otra persona, deseando que sea un mar infinito, con las olas como arrugas y el rostro como remanso. El amor es aquello que hace que no haya nunca ni un segundo en el que no estemos pendientes del otro. El amor es la escucha. El amor es la respuesta. El amor es la pregunta y la clave de la cuestión. La locura coquetea estrechamente con el amor y, a menudo, es un maridaje en el que caminan juntos como si fueran dos enamorados que se complementan a la perfección. La rutina también es amor. En esa luz que entra por la ventana. En esa sombra que proyecta alguna tiniebla de recogimiento. En ese deseo porque salgan las cosas para alcanzar un escalón más en la ascensión hacia la felicidad más absoluta. En ese mimo por las cosas que hace que un café sepa a conversación y unas palabras, a galleta recién hecha. Dios anda por ahí, susurrando al oído que está presente porque está el amor y Él suele estar en aquellos lugares donde se nota que el ambiente está cargado del más noble de los sentimientos.

Más allá de eso, en una granja, en medio del viento danés, una familia se debate entre sus propios problemas porque tratan de encontrar la palabra exacta para que no se vaya lo que tanto les ha costado ganar. Por un lado, la estabilidad proporcionada por el cariño y la bondad. Por el otro, la seguridad de amar y ser amado aunque la fe muestre sus debilidades. Aún por allí, la locura se ha hecho con un rincón por culpa de la fe excesiva, del estudio obsesivo y de la ausencia de creer. Todo es un universo que no acaba de encajar en el plan más divino porque, sencillamente, estamos sometidos a los vaivenes humanos. Sin embargo, en medio de la desgracia más terrible, cuando las lágrimas son imparables e inagotables, la locura se vuelve serenidad y la fe se asienta para pedir lo imposible. Y el deseo es concedido. Sin más explicaciones. No hacen falta. Sólo la sonrisa de la infancia acepta con normalidad lo que la razón no puede asimilar. Y la felicidad está ahí justo, en medio del júbilo, del abrazo inmortal que sólo el amor puede establecer. El amor sin condiciones. Sólo con la vida.

Carl Theodor Dreyer dirigió esta obra maestra del cine que, sin duda, estremecerá a todos, sea cual sea la creencia o el agnosticismo que profesemos. En esta película, hay sinceridad, sin ningún énfasis, sin mediar ese intento de convencimiento que a tantos revienta. Es sólo una historia de fe, de vida y, sobre todo, de amor. Un amor que debe manifestarse todos los días y que, en esta ocasión, lo hace a través de la fe. Fe en nosotros mismos. Fe en los que nos rodean y nos quieren. Fe. Sólo fe. Como estilo de vida. Como un signo, de cualquier tendencia, que hace que las personas encajen, por fin, exactamente con sus propios actos. Sin médicos de alma. 

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