Sólo queda un puente
para avanzar sobre Berlín y los alemanes no tienen nada con qué defender su
propia retirada. Al Mayor Krueger le han prometido dos divisiones blindadas,
mil seiscientos hombres y armamento suficiente como para detener dos avalanchas
americanas. Sin embargo, nada de eso es cierto. Los alemanes no son capaces de
afrontar la verdad y su ejército está prácticamente deshecho. No hay tanques,
no hay armamento, no hay explosivos y sólo posee doscientos hombres malamente pertrechados.
Los americanos mandan a un destacamento para inspeccionar el puente y da la
casualidad de que siempre es el mismo. Son esos tipos a los que siempre eligen
para ser punta de lanza de cualquier operación y están un tanto cansados de ser
punta y de ser lanza. Y por detrás de ellos vienen algunos mandos que se
debaten entre el deber y la ambición. No es plato de gusto para unos guerreros
agotados, que se van diezmando a medida de que pasan los días de combate. Allí
está el puente y, una vez que han llegado, nadie sabe muy bien qué hacer con
él. Los alemanes quieren destruirlo. Los americanos quieren destruirlo. Y se
arma una batalla porque cada bando cree que el otro pretende lo contrario.
Mientras tanto, el
Mayor Krueger comprueba de primera mano la corrupción en el pueblo alrededor
del puente y cómo cada uno se sube a la primera bandera que pasa por delante
por una simple cuestión de ventaja. El Teniente Phil Hartman, valiente,
veterano, bastante justo en sus decisiones y algo discutido por algunos de sus
subordinados, también está llegando a las últimas bocanadas de bravura porque
cada vez soporta peor asistir a la muerte de sus amigos. Esta maldita guerra
parece no acabar nunca y ya se sabe que los alemanes harán todo lo posible para
perder con honor. Y el honor es una palabra que no rima demasiado bien con
batalla.
Excelente película
dirigida por John Guillermin, con un reparto en el que no hay grandes
estrellas, pero sí actores muy competentes como George Segal, Robert Vaughn,
Bradford Dillman y Ben Gazzara. Es un título que ha caído algo en el olvido
general porque, probablemente, en el momento de su estreno no llamó demasiado
la atención porque lo que se vendía, por aquel entonces, era el cine de
comandos y misiones suicidas tales como Doce
del patíbulo, de Robert Aldrich; La
brigada del diablo, de Andrew McLaglen o El desafío de las águilas, de Brian G. Hutton. Sin embargo, es una
película bien llevada, espléndidamente interpretada con especial mención a
George Segal, más duro y más amargado que en sus habituales papeles, con
escenas realmente meritorias de batalla y de movimiento de masas y con cierta
calidad en todos sus extremos. Quizá al final se agote un poco la munición,
pero se perdona con facilidad por la profesionalidad de todos los que intervinieron
en ella, actores sólidos, alejados del estrellato, que daban lo mejor de sí
mismos en una película que, pasara lo que pasase, iba a ser menor.
Así que es hora de cruzar este puente incómodo. Los alemanes no saben si volarlo o esperar hasta el último momento para facilitar la retirada de su ejército. Los americanos no saben si volarlo para aislar esa misma retirada o cruzarlo a toda velocidad para llegar a Berlín antes que los rusos. La respuesta está en una explosión que nunca fue lo suficientemente violenta y en un camino lleno de pitilleras de oro.
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