Posiblemente,
cuando se llega al disfrute máximo del deseo, ya no quede nada después. Cuando
se consigue esa anhelada fusión entre dos cuerpos que se convierten en uno y el
placer se extiende por cada uno de los poros de la piel en un viaje lisérgico
sin escalas, ya sólo queda prolongarse por inercia porque se ha probado todo lo
que merece la pena en la vida. Ya no existe la ilusión por volverse a sentir
especial en brazos de otro. Todo se reduce a esperar la muerte y, como mucho, a
recibirla en alguno de los lugares donde todo se confundió, se quedó el alma
adormecida esperando el siguiente clímax y el tiempo, inexorable e implacable,
borrará todas las huellas de algo que se supo y que, quizá, no debió
experimentarse tan intensamente.
Para comprender esta
película, haría falta ser un experto en la vida y obra de William S. Burroughs,
colega de correrías de Jack Kerouac, que se convirtió en uno de los máximos
representantes de lo que se dio en llamar generación
beat. En ellos habitaba la desesperanza y, también, el íntimo deseo de
probarlo todo para demostrarse a sí mismo que pisar este valle de lágrimas
merecía la pena. Su novela Queer,
permaneció sin publicarse hasta 1985, muchos años después de que la terminase.
En parte porque ponía en juego muchas de sus frustraciones, gran parte de sus
sueños y una buena porción de su rebeldía natural ante lo establecido. Daniel
Craig le pone rostro y corazón a Burroughs y consigue una interpretación
compleja, de ida y vuelta, dejando que esa sensación de estar llegando al final
presida hasta sus carcajadas. Sin embargo, la película es casi insufrible. Luca
Guadagnino no es el director más adecuado para llevar a cabo la adaptación de
esta historia porque le persigue con insistencia la sombra de su película Call me by your name y casi parece que
quiere hacer un retrato de la madurez al borde de la ancianidad de aquel chico
que perdía el sentido por un americano en plena campiña italiana.
La película, más o
menos, se sostiene mientras el protagonista deambula por las calles de México
que, esta vez, está retratado con luminosidad y comodidad, como un refugio
ideal para todo aquel que se ha atrevido a desafiar las reglas. Más allá de
eso, la trama se convierte en una road
movie en donde las drogas se convierten en un protagonista más para
concluir en la búsqueda impensable de una droga exótica que permite la
consecución de ese deseo que él quiere experimentar por encima de todo sin
darse cuenta de que, en ese preciso instante, todo se desvanece en lo etéreo de
su delirio, en la nada que tantas veces imaginó y que, desde ese momento, pasa
a ser recuerdo. El resultado es una película pesada, aburrida, sin interés,
larga, con una evidente incapacidad de Guadagnino por terminarla de una vez. Se
enamora de su protagonista e, incluso, recrea en un sueño el terrible juego que
costó la vida a la segunda esposa de Burroughs mientras ambos practicaban el
juego de Guillermo Tell, algo que el propio Burroughs describió como la peor y
más importante desgracia de su vida.
Mientras tanto, asistimos y casi saboreamos las interminables tardes soleadas, casi detenidas, de un pueblo perdido de México, con vasos sucios llenos de tequila que, al momento, son rellenados en busca de un escalón más de la perdición y de la autodestrucción. En ese refugio de homosexuales que Guadagnino se empeña en describir, no hay rastro de amor, pero sí de deseo a todas horas, sin medida, como forma de pasar las eternas noches cálidas llenas de nada y que Burroughs, a través de unos de sus alias como William Lee, está deseando completar hasta el borde. El problema está en que, de la forma en la que se narra toda esta aventura que, se supone, debería ser bastante espiritual, no es interesante. Es sólo seguir a todas horas a un hombre que ya no tiene demasiadas razones para seguir existiendo. Sólo encuentra una y, por supuesto, es efímera. No como este artículo que ya me está quedando demasiado largo por una película que, en unos pocos meses, nadie recordará.
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