Lo
más difícil de mantener cuando una persona cumple condena en una prisión de
máxima seguridad es la esperanza. Encerrado en una celda diminuta, con los días
repetidos hasta la saciedad, cualquier actividad abre una ventana al deseo
implícito de la libertad. Un hombre, acusado falsamente, sólo tiene un texto
lleno de acotaciones y un escenario para sentirse libre. En las letras de
Shakespeare, de Aristófanes, de Williams, de Cocteau o de Chejov se halla tanta
exigencia y tantas enseñanzas que, de alguna manera, esa esperanza tan
procurada se yergue entre sus páginas. Y decirlas bien es como gritar a la vida
que aún no ha aparecido la derrota.
Un grupo de teatro con
actores con idénticas inquietudes decide poner en marcha una obra más. Cada
seis meses, se suben al escenario y dan lo mejor que tienen para que la gente
ría o llore, se emocione o se entristezca. En esta ocasión es una especie de
batiburrillo con acotaciones que dará la oportunidad a que todos tengan su
episodio de lucimiento. Incluso contarán con alguna cara nueva que,
sorpresivamente y surgido de los ambientes más bajos, ha demostrado que sabe
recitar El Rey Lear. Los ensayos se
suceden, la ilusión se mantiene, la amistad aparecida de una convivencia fuerte
entre ellos resulta una motivación más. Ejercicios teatrales de relajación y de
puesta a punto, vocalizaciones, experiencias que funcionan como terapia,
verdades que nunca se dirían en el patio de Sing Sing, acotaciones a sus
condenas que ponen el subrayado en su historial y les dan una razón más para
seguir. El teatro, esta vez, es el mejor guardián, el más avezado psicólogo y
el educador más paciente.
Con todos estos mimbres
y con la participación de presos reales en la película podría ser lógico pensar
que Las vidas de Sing Sing resulta
emocionante y verdadera y, no obstante, se convierte en algo sin demasiada
alma, sin pegada suficiente como para salir del cine encantado. Colman Domingo
es el principal activo para ver esta historia, perdido en conversaciones que se
antojan bastante interminables en medio de un texto teatral que tampoco lleva a
pensar que se está haciendo algo realmente grande. La dirección de Greg Kwedar
prefiere centrarse en la puesta en escena más contemplativa, con grandes
ausencias de planos generales, porque le interesan los sentimientos de los
actores-presos y no lo que están haciendo. Además introduce muchísimos planos
con cámara al hombro para darle un aire documental que, sencillamente, la
película no necesita. El espectador menos avezado comprende enseguida que el
teatro es una actividad ideal para que todos estos hombres que no saben encontrarse
a sí mismos comiencen a ver cuáles son sus verdaderos problemas. Algo fría en
su desarrollo, Kwedar ni siquiera sabe sacar algún ojo humedecido cuando ocurre
algo terrible o cuando el protagonista se ve atrapado en sus propias buenas
intenciones.
Cuando la puerta maciza de hierro se cierra, sólo queda la noche y, tal vez, una conversación bisbiseada con el preso de al lado. Luego habrá controles que desordenan todo que no hacen más que profundizar en la desesperanza que asola a estos presos que quieren decir algo porque tienen algo que decir, aunque sea a través de las palabras de otros. El aplauso, sin duda, es una recompensa extraordinaria cuando la autoestima está en valores mínimos, pero el proceso de montar una obra de teatro, de repetir una escena una y otra vez, de darle sentido a las palabras ajenas, es una experiencia única. Incluso puede hacer olvidar la injusticia de estar en un lugar que no corresponde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario