jueves, 23 de enero de 2025

BABYGIRL (2024), de Halina Reijn

 

Hace muchos años, cuando el cine aún servía para algo, se estrenó una película sobre una mujer independiente y muy segura de sí misma que aceptaba sumisamente un juego de humillación ante un ejecutivo que estaba de toma pan y moja y que acababa por encontrarse a sí misma en un mundo de hombres que sólo pensaban en pasarlo bien. Hoy, nos encontramos con la misma historia, sólo que esa mujer independiente tiene unos cuantos años más y el ejecutivo se ha convertido en un becario canalla, propio de la época en la que vivimos, que tiene unos cuantos años menos. Con sus correspondientes variaciones sobre el mismo tema, asistimos a un viaje hacia los escalones más bajos de la dignidad femenina para acabar con otra señora liberada que llega a tener criterio propio porque ha probado las mieles masoquistas del sexo puro y duro.

Nicole Kidman tiene valor haciendo esta película, estamos de acuerdo. Antonio Banderas luce poco aunque, hay que reconocerlo, tiene una escena en la que alcanza una altura dramática importante. Harris Dickinson incorpora al becario y llega a encandilar con esa mezcla que exhibe de chico bueno y, a la vez, palpitantemente perverso. La directora Halina Reijn, incluso, trata de imitar un poco al Stanley Kubrick de Eyes wide shut con la introducción de temas musicales que recuerdan al vals de Shostakovich mientras se suceden, uno tras otro, los distintos orgasmos a los que la protagonista se convierte en adicta.

Nada nuevo bajo el sol. Las escenas más comprometidas son evidentes, pero no explícitas. El descenso a los infiernos de esta ejecutiva de empresa, quizá, sea algo brusco. Se hace algo de hincapié en el chismorreo que corre como la espuma entre los despachos. Se introduce el elemento lésbico a través de una de sus hijas…y todo sabe a nada. No resulta una historia demasiado incómoda, que es lo que verdaderamente pretende la película. Las secuencias eróticas están rodadas con sumo cuidado porque Kidman ya no está para muchos trotes. La liberación a través del deseo resulta tan increíble como en Nueve semanas y media, sólo que dejando de lado la estética de videoclip. Hay cierta broma en el personaje de Kidman sometiéndose a un tratamiento de bótox mientras su hija le recrimina que, más o menos, se está convirtiendo en una versión momificada de un gallo escaldado. Y la película sigue sin decir nada. Es inane. Incluso es algo cargante en algún pasaje por la mala elección de la música que acompaña las aventuras sexuales de esta mujer que quiere probar su lado más oscuro para volver a propagar la luz que guarda en su interior.

En descargo diremos que tampoco es que sea terrible. No es una auténtica basura ni nada de eso. Es una más del montón que, a pesar de un físico que está empezando a resultar algo despellejado, tiene en Nicole Kidman su mayor activo. También es curioso que, a pesar del viaje sexual que emprende, su personaje tenga auténtico pavor a perder todo aquello que la ata a la normalidad. Es decir, probar, sí, pero tampoco nos pasemos. Y no es que sea cobarde. Sencillamente es posible que sea una de las últimas oportunidades que tiene de alcanzar la plenitud sexual. Ya no quedan muchos más días.

Así que pónganse una de esas ropas que sientan irremediablemente bien. Al fin y al cabo, esto es cine y cualquier cosa lucirá como un resplandor a través de los grandes ventanales de su oficina. Puede que, en una de estas, alguien nuevo atraiga su interés con dos miradas, tres palabras pronunciadas a una distancia que invada su espacio vital y ya esté el lío formado. Débil es la carne. Y más aún si ha pasado treinta veces por la mesa de operación de algún cirujano plástico. Independencia. 

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