Calibrar mal a las
personas suele ser un fallo habitual de las mentes poco observadoras. Es
frecuente creer que un millonario, acostumbrado a la buena vida, a los lujos y
al tacto del dinero, sea un inútil cuando trata de resolvérselas por sí solo.
Se cree que basta con una mirada suya para que sus deseos sean satisfechos y
que todo se basa en la comodidad y en lo caro, en lo que nadie más puede
alcanzar. También podríamos creer que un fotógrafo experimentado es un tipo
predispuesto a la aventura, deseoso de hallarse en situaciones límite para
engrosar un imaginario muestrario de fotos que servirán para desarrollar su
apasionante profesión. Pero, quizá, el millonario es una de esas personas que
no se ha descuidado, que no ha dejado de tener interés por todo, que, además,
no ha nacido con dinero sino que es un luchador empedernido que ha tenido que
escalar desde abajo y ganarse a pulso todo lo que tiene. Y, a lo mejor, el
fotógrafo es un arribista de talento mediocre que quiere lo que el millonario posee
y que desprecia a esa pretendida clase alta porque lo tienen todo hecho, todo
resuelto, todo fácil.
La única manera de
saber la medida de un hombre o de una mujer es dejándolos perdidos en un paraje
hostil, bajo la sombra de un gigantesco oso, y probar su capacidad de
supervivencia. Ese millonario que nunca se ha dejado llevar se descubre como un
tipo de recursos, capaz de sacar vida del hielo, de cazar con paciencia una
inocente ardilla para saciar el acoso del hambre, de observar su entorno y sacar
el máximo provecho de él. Algo que, por otra parte, el fotógrafo también
tendría que hacer ya que su profesión consiste en observar, en sacar el momento
mágico de cualquier reportaje, aunque sea uno de esos que aparecen en revistas
que solo sirven para criar polvo en cualquier rincón del aburrimiento. Pero el
fotógrafo se revela como un hombre pequeño, temeroso, que se rinde con
facilidad, que está dominado por un estúpido orgullo que le lleva a despreciar
continuamente al hombre que le está salvando, con insistencia, su vida. El oso
acecha con sus garras enormes y su mirada de fiera silvestre. El frío les sitia
con su insistente latigazo en la piel que arranca su aliento de humo y derrota.
Tal vez el verdadero rival, en el fondo, no sea el oso, sino el hombre. Ese
mismo que trata de minimizar los éxitos ajenos, que se consume en la envidia a
pesar de que ha conseguido algo muy preciado para el millonario. Se necesitarán
para sobrevivir. Tanto que el millonario no tendrá más remedio que reconocer
que el fotógrafo, con su indolencia y su soberbia, también le ha salvado la
vida.
El
desafío aparece como una buena película de aventuras con un
estupendo guión del gran David Mamet que solamente se oscurece por algunos
fallos de lógica en una historia que la pide a gritos. Los dos náufragos en la
nieve cortan piezas de carne, trampas imposibles de lanzas puntiagudas y
abrigos de piel con la mera ayuda de un par de navajas de tamaño pequeño. Un
fallo en el que, parece ser, nadie cayó y que, por otra parte, era fácilmente
reparable. Sus hogueras son tremendas en un ambiente congelado y verde y parece
que la supervivencia adquiere algo más de valor en su enfrentamiento
inevitable. Lee Tamahori, su director, tuvo la inmensa fortuna de contar con
Anthony Hopkins en el papel principal y ahí es cuando el público, sumiso y
manso, acepta cuál es la naturaleza de la fiera.
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