Supongamos
por un momento que nada del cambio climático es verdad. No hay calentamiento
global, solo el efecto “isla de calor”. En realidad, no vamos hacia una era de
aumento de temperaturas, sino todo lo contrario, volvemos poco a poco hacia una
nueva glaciación. Algo que responde al comportamiento cíclico del tiempo
atmosférico. ¿Es que eso nos libra de toda responsabilidad? ¿Deberíamos vivir
despreocupadamente y no cuidar del planeta? Más industrias, más crecimiento,
más combustible quemado, más humo y más desidia.
En cualquier caso, solo
tenemos un planeta, un hogar que nos acoge y con el que el ser humano todavía
no ha aprendido a convivir. Debería de ser algo sagrado para todos nosotros y
nuestra obligación sería hallar el perfecto equilibrio entre el progreso,
siempre ávido de contaminación, y la conservación de todo lo que permite la
vida. Nada nos puede quitar esa tremenda responsabilidad. Y todavía no hemos
aprendido, no dejamos de mirar hacia otro lado, preferimos creer lo que nos
conviene y no lo que nos hace vivir. Tendrá que ocurrir alguna desgracia de
grandes proporciones para que se tomen medidas serias que vayan algo más allá
de un protocolo entre naciones que, al fin y al cabo, siempre acaba tornándose
en papel mojado por culpa de demasiados intereses en contra de nuestra
supervivencia.
Cuando llegue ese
momento, tal vez haya que tirar mucho del ingenio porque no habrá ninguna
marcha atrás. Habrá que desarrollar algún sistema que permita controlar el
tiempo, al menos parcialmente. Tal vez toda una red de satélites alrededor del
globo terráqueo que se convierta en una verdadera armadura en contra de los
desastres naturales y de la rebelión de la propia Naturaleza. Un ingenio que
tendrá que ponerse en marcha en una situación de tristeza e, incluso, de
desesperación.
Y a partir de aquí, la
fábula. El misterio, la tergiversación de los objetivos, la peligrosidad de la
era tecnológica y la misma debilidad humana de siempre. Dean Devlin, el
director que recoge el relevo de Roland Emmerich en cuanto a la descripción de
destrozos a gran escala y que ya fue su productor en Independence day o El día de
mañana, monta un espectáculo que se mueve en tres niveles. El primero es el
thriller de misterio. Aunque algo
previsible, funciona con cierta soltura y las partes más interesantes de la
película corresponden a esta faceta. Con ritmo y algún que otro resbalón como
el de la misma resolución de la intriga. El segundo es el de la catástrofe.
Grande, espectacular, increíble y nada que no se haya visto ya. Más de lo mismo
con menos intención. El tercero es el de la película de aventuras llana y
plana. Aceptable en su parte final y totalmente desbarrada en su vertiente
científica. Sorprendente la calidad de la banda sonora de Lorne Balfe y con
interpretaciones muy justitas en las que ni siquiera se salvan Ed Harris y Andy
García, con pocas oportunidades para demostrar lo que saben. Por lo demás, lo
de siempre. Una película con momentos de humor que salvan algunos diálogos y espectacularidad
asegurada. Quizá un poco diferente por aquello de intentar mezclar géneros algo
dispares y no salir demasiado dañada, pero de fácil olvido y breve poso. Es
como si en el pronóstico nos dijeran que el tiempo va a ser nuboso con posibilidad
de precipitaciones. No hay nada claro y, tal vez, su mensaje ecológico sea
demasiado evidente, pero no por ello está exento de razón. Cojan sus
chubasqueros, les va a hacer falta.
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