Mañana, festividad de Todos los Santos, no habrá artículo. Volveremos el jueves para el consabido estreno semanal. No faltéis, os contaré un secreto.
En un lugar donde la
tierra termina y se abre el mar inmenso, parece que los sentimientos se
precipitan por el abismo de los acantilados de la pasión. El patriotismo, el
romance, la estabilidad, la seguridad, el amor verdadero, la caridad, la
envidia, el dolor, profundo dolor…todo eso parece juntarse allí, en el borde,
mirando al agua que a veces besa la orilla con suavidad y otras parece azotar
con furia en la costa, como queriendo avisar a la gente de que tienen que
despertar y dejar que el rencor huya como un náufrago. Las apariencias en
Irlanda son siempre importantes. No solo tienes que ser honrado, también tienes
que parecerlo. La ira del pueblo se desboca y el escarnio se produce. La
humillación se presenta y el resultado, tal vez, sea que el mismo viento
susurre al oído que es hora de ser uno mismo, de amar como realmente se quiere
amar, de vivir más allá de las convenciones morales, de aceptar la vida con la
normalidad que niega la misma Naturaleza. Todo porque un pueblo entero entra en
la vorágine del odio y necesita chivos expiatorios para desahogar su
frustración.
El aire es un látigo
que incomoda en la playa del corazón. El hermano menor del odio es el desprecio
y, si aparece uno, el otro no tarda en llegar. Solo las lágrimas de un pobre
sacerdote que trata de ayudar en todo lo que puede serán las testigos de la
vejación que no debería dejar huella. Tal vez porque hay personas que, con sus
experiencias, están por encima de todo eso, de la masa manipulable, de la
estupidez generalizada, de las maquinaciones absurdas que igualan el adulterio
con la traición, la moral con el patriotismo, la violencia con la justicia. Las
olas imbatibles seguirán ahí, demostrando cada día que la pasión debería de
estar por encima de todo. El que no ama, sencillamente, no vive. Y en ese
pueblo, salvo un par de excepciones, están todos muertos.
Levemente
sobredimensionada cuando es una historia que pide muchísimas más dosis de
intimidad, La hija de Ryan fue un
sonoro fracaso en la carrera de David Lean que le condenó a no dirigir durante
más de quince años. A pesar de contar con un reparto competente en el que
destacan Trevor Howard en el papel del párroco, la sabiduría de Robert Mitchum
como el maestro del pueblo y ese retrasado mental que interpreta magistralmente
John Mills, la película se resiente de la elección de Christopher Jones para el
papel del jefe de la base militar más cercana que inicia un tórrido romance con
Sarah Miles (de hecho, para ese mismo papel David Lean quiso desde un principio
a Marlon Brando) y de la desafortunada banda sonora de Maurice Jarre. En
cualquier caso, revisada hoy en día, La
hija de Ryan es una maravillosa radiografía del provincianismo irlandés,
sometido a la politización diaria en su vida que, ladinamente, trata de asesinar
con los escándalos más íntimos de los demás. Y también con las personas que
realmente merecen la pena.
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