No es fácil convertir a
la vida en una fiesta. Más aún cuando se va a emparentar con una familia
acomodada, en la que la imagen es lo más importante. Sería inconcebible tener
un yerno que se dedicara a la vagancia y a las vacaciones. Hay que tener un
nombre, un prestigio, una posición. Lo curioso es que ese yerno tan
despreciable es tan brillante que ha ahorrado lo suficiente como para pasar el
resto de su vida haciendo volteretas en su habitación, luego tonto no es. Pero
no…¿cómo va a estar atendiendo a su esposa, comprándole abrigos caros, vestidos
luminosos, joyas espectaculares y coches kilométricos? Porque la chica tiene
esos gustos. El joven tiene que trabajar. Y trabajar duro. Que se hable de él.
Que todo el mundo diga que vale mucho. Todo, lo que sea, con tal de mantener
bien alto el nombre de la familia y los caprichos de su futura esposa. Aquí la
voluntad está anulada hasta nuevo aviso.
Cuando ocurre algo así
en ambientes tan herméticos siempre aparece un elemento discordante. Y ese
elemento va a ser la futura cuñada del incauto. Todo lo que la novia rechaza,
ella lo acepta. ¿No quieres trabajar? Pues estupendo. ¿No habrá abrigos caros?
No importa, llevaremos chaquetones baratos. ¿Nada de vestidos luminosos? Pues
serán conjuntos oscuros. ¿Al infierno las joyas espectaculares? ¿Para qué? No
se van a frecuentar ambientes demasiado sofisticados. ¿Los coches kilométricos
estarán en los escaparates? Perfecto. Iremos andando. Lo importante, piensa
ella, es que estás con el hombre de tu vida y ese es el mejor abrigo, el más
impresionante de los vestidos, la más brillante de las joyas y el más
espectacular de los coches. ¿Se necesita algo más? ¿Es que acaso, estando
juntos, no se es asombrosamente millonario? Y además, hay otra circunstancia a
tener muy en cuenta. El tipo es divertido hasta decir basta, le encanta hacer
acrobacias circenses, le vuelven loco los títeres y la música y no hay nada que
le haga reír tanto como la compañía de amigos de verdad. Es cuestión de
planteárselo. Si hasta al único hermano varón le ha hecho ver más allá de un
vaso de whisky.
George Cukor volvió a
tener en la palma de su mano a Cary Grant y a Katharine Hepburn,
maravillosamente secundados por Edward Everett Horton, en una comedia loca que
propone algo de cordura en las grises vidas de los que se dedican en cuerpo y
alma a amasar dinero. Y así, el corazón se nos alegra, nos despojamos de la
opresión de todo y celebramos que la vida se ha hecho para vivirla. Y al
infierno las apariencias.
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