No cabe duda de que la
gente se pone ligeramente nerviosa cuando comprueba que la persona que está
hablando con ella es muy inteligente. Si a eso le añadimos unas buenas cucharadas de encanto y una característica muy
peculiar consistente en acumular energía estética hasta tal punto de que se
pueden dar pequeños calambrazos con sólo acercar un dedo, entonces ya tenemos a
medio pueblo revolucionado. Y en la pequeña y placentera Newport eso no puede
ser más que una peligrosa señal de rareza en estado agudo. Theophilus North,
además de todo eso, posee el don de la psicología y consigue curar males
acudiendo sólo al cariño, a la comprensión, a la escucha y a la compañía que
proporciona su pintoresco trabajo de lector. Y así es capaz de curar de los males
de vejiga que aquejan al millonario señor Bosworth, aliviar los terribles
dolores de cabeza diagnosticados como tumor cerebral a la encantadora señorita
Skeel, dar el empujón necesario para que la señorita Boffin deje de servir y se
convierta en una señora…Uf, demasiada revolución para el maravilloso y ligero
verano que hace en Newport. Eso va a acabar mal, Theophilus.
Y tanto que sí, un
médico insidioso le va a acusar de practicar la medicina, o el curanderismo, o
la brujería, o como quiera que se llame. Y North, en el fondo, no ha hecho
absolutamente nada salvo, quizá, recomendar a la madre de unos niños
insoportables que les anime a jugar con cerillas. Sí, porque Theophilus North
no tiene una mala palabra para nadie, ni una mala contestación, ni un mal
gesto. Su compostura de caballero no la pierde jamás. Tal vez porque es un
universitario graduado en un centro de prestigio que ha accedido a trabajar de
lector para pasar un agradable verano en una ciudad costera, tranquila, limpia
y poblada de seres que necesitan ayuda. Y lo que más le gusta al señor North es
ayudar. Sea como sea. Aunque tenga que hacer pasar unas pastillas de menta por
un antiguo remedio indio y demostrar sus habilidades eléctricas en medio de un
juzgado local. Es tan encantador que te lo llevarías a casa. E incluso hay
alguien que, al final, se lo va a llevar.
Éste fue el proyecto
que manejaba John Huston para realizar justo después de su obra póstuma Dublineses (Los muertos). Al fallecer, su hijo Danny no quiso que todo el
trabajo que ya tenía hecho su padre se perdiera y decidió dirigir la película
de la misma forma en la que lo hubiera hecho su padre. Para ello, no dudó en
contratar a todos los actores que tenía pensados el gran cineasta como Anthony
Edwards, Robert Mitchum, Lauren Bacall, Harry Dean Stanton, Anjelica Huston,
Mary Stuart Masterson, Virginia Madsen y David Warner. No deja de ser una
película amable sobre un hombre que sólo puede ser feliz si hace felices a los
demás y que recolecta cariño en la misma medida en que lo da, pero no deja de
ser sorprendente que un hombre que estaba a las puertas de la muerte pensara en
esta historia basada en un relato de Thornton Wilder. Todo se deja ver con
agrado, con buenas interpretaciones, con la leve trama rozando la piel, con la
seguridad de que, con unos metros de película, John y Danny Huston supieron
hacer una película que sólo se puede ver con la sonrisa puesta y el encanto en
marcha. Tal vez John Huston también quiso dejar un rastro de felicidad…
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