Hubo un tiempo en que
los grandes asuntos de la burguesía y la aristocracia se trataban mientras un
puñado de invitados a una enorme mansión se entretenía pegando cuatro tiros a
todo lo que pasaba volando por allí. En esta ocasión, hay que asistir a las
opiniones de unos cuantos ociosos cuando la Primera Guerra Mundial está a punto
de estallar. De algún modo, también viene a significar una especie de
despedida. A partir de este momento, ya no habrá fines de semana interminables
con tazas de té impolutas, conversaciones que oscilan entre la futilidad, la
inutilidad, la trascendencia y el infantil juego del poder. Y hay una cierta
sensación de melancolía porque, aunque no acaban de definirlo, todos estos
oligarcas presienten la hora de la despedida. El mundo eduardiano entona su
cántico de adiós y las interrelaciones que existen entre estos ociosos cobran
una especial importancia entre la pesadumbre. Entre carreras, discusiones de
arte y política, mascaradas, juegos de cartas, largos paseos bajo el frío y
meriendas campestres, la discreción preside sus inquietudes. Hay favores
sexuales para saldar deudas de juego, mantenimiento enfermizo de apariencias,
tensiones, amenazas permanentes hacia el orden establecido y, por supuesto, un
desprecio insultante hacia la posibilidad de una guerra que nadie desea. Un
sirviente rescata unas cartas de amor para escribir él mismo unas líneas a su
amada, existe una cierta agitación social porque, como siempre, unos viven
demasiado bien y otros no tienen nada. El cambio está a punto de llegar
mientras, escondidos tras las escopetas, esos aburridos y pretenciosos
integrantes de la clase más alta creen que el imperio perdurará mientras
consigan someter a esos provincianos ruidosos. Al fin y al cabo, la seguridad
es algo a lo que no se puede renunciar, por mucho dinero que se tenga.
Los más nobles ideales,
cuando se alejan de la realidad, deben terminar en un sonoro fracaso o, lo que
es aún peor, en una ridícula catástrofe. Y el amor, en tiempos en los que ya se
engrasan los cañones, también se convierte en un ideal que se antoja casi
inalcanzable. El drama acaba por desatarse cuando, de forma totalmente
accidental, un aristócrata hiere a un sirviente. Cuando eso ocurre, y con la
perspectiva histórica en la mano, no se puede pensar otra cosa que precisamente
eso es lo que ocurre en la guerra. Millones de sirvientes muertos por culpa de
una clase dirigente que no sabe apuntar con propiedad.
La última película de
James Mason ofrece una memorable interpretación de este gran actor, acompañado
por un elenco de prestigio incontestable como Edward Fox, Gordon Jackson o John
Gielgud. El ritmo que imprime la dirección de Alan Bridges, así como su puesta
en escena, remite invariablemente al de James Ivory, aunque, quizá, con mayor
mordacidad e incomodidad. Y aún así, se puede terminar la película con una
sensación de que los personajes son comprensibles, con actitudes coherentes
ante su posición, en muchos casos injusta, en la vida. La transformación de la
sociedad está ahí delante, al otro lado de unas cuantas bombas, y los tiros ya
no se van a pegar a unos patos, sino a personas. Sí, la cacería va a terminar,
y va a ser todo un éxito.
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