No saber leer es como
no dar una oportunidad al corazón. Los fogones y las sartenes lo han nublado
todo y las letras son sólo garabatos que se fríen en aceite hirviendo. Y quizá
aún subsiste el presentimiento de que ahí todavía puede haber un mundo
maravilloso por descubrir. Y el dolor puede llegar a anestesiar el alma hasta
tal punto que la inercia se prolonga por costumbre, la vida pasa y ya no
vuelve. Sin letras. Sin amor. Es el momento de poner un punto y aparte.
Así que el romance
aparece casi por necesidad. Enseñar a leer. Enseñar a amar de nuevo. Y, poco a
poco, los corazones de dos seres errantes que jamás se han movido del lugar
donde viven, se van caldeando, encontrando sus letras y sus sentimientos,
volviendo a saborear los pequeños detalles que, de vez en cuando, la vida sabe
regalar. El analfabetismo funcional y emocional de Stanley e Iris es sólo una
barrera que deciden saltar, más allá del dolor, más allá del conformismo que
siempre otorga la simpleza. Y así es como el espíritu triunfa por encima de las
dificultades. Esas mismas que parecen insalvables y que se yerguen como un muro
infranqueable que coarta hasta la misma libertad. Es como bailar con
interrupciones. Es como perder los besos que se tienen guardados. Y el hecho de
que alguien no pueda leer, no convierte a nadie en tonto. Y el hecho de que
alguien no pueda amar, no convierte a nadie en insensible.
Con un guión brillante
y una dirección de Martin Ritt en la que impera la discreción y el buen gusto,
Jane Fonda y Robert de Niro dan un recital de contención, de sentimientos
sugeridos y nunca pronunciados, de encarnación de almas que buscan un rumbo en
sus vidas, y lo hacen con miedo, sin estar demasiado seguros de que eso va a
curar sus heridas, y, sobre todo, sus limitaciones. Los oscuros caminos de la
soledad, del fracaso y de la pena son los compañeros de estos dos personajes
que han hecho de la amargura una forma de vida con ocasionales visitas a la
ira. Buscan algo de consuelo y ternura, algo que haga descansar la furia que se
revuelve en sus estómagos y que les repite, una y otra vez, que no han valido
para mucho en este mundo. Y no es fácil salir de esas sensaciones en un mundo
que se muestra indiferente ante ellos. Y así es la gente real, que apenas hace
ruido aunque en su interior se desaten tormentas de frustración y abandono
cuando, en realidad, sólo desean esa porción de felicidad, no muy grande, que a
todos corresponde. No está mal para una pequeña película que exhibe siempre un
latido muy grande.
Algo previsible en su
desarrollo, Cartas a Iris resulta
gozosa en la leve situación de amor que propone en la que la vida y sus curvas
salen al encuentro de una pareja que se conoce en la simple belleza del
aprendizaje. Tal vez, si lo pensamos bien, ése es el principio de cualquier
felicidad que podamos imaginar.
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