Un juez se suicida y el
cuerpo de una joven secretaria aparece varado en el río Potomac. Washington es
un hervidero de sorpresas y parece que lo más fácil es culpar al más débil, al
que no tiene posibilidad de defenderse, al que la vida ya ha condenado mucho,
mucho antes. La opulencia de los políticos y de la clase dirigente al lado de
la miseria de los sin techo, que tratan de buscar ventaja de todo lo que
encuentran. Y en medio de una deuda con la justicia a la que no se debe dejar
inclinarse del lado de los que menos la necesitan. Para ello está el
Departamento de Abogados de Oficio y, en él, la profesionalidad de una mujer
del empuje y la rabia de Kathleen Riley que, a pesar del cansancio y de que ha
renunciado a todo para defender a los que no pueden pagarse un defensor, sigue
ahí al pie del cañón, demostrando que la valentía es un nombre de mujer y yendo
un poco más allá que todos sus colegas.
El problema, en el
fondo, es legal. Los abogados no pueden entrar en contacto con los miembros del
jurado mientras dure el proceso. Y hay un jurado que está encontrando dudas
razonables en el asunto. Es muy observador porque es un buscador de votos del
Congreso y está muy acostumbrado a saber qué es lo que la gente quiere y en qué
momento. Y ese mendigo, abandonado por todo y por todos, no es culpable. Y
nadie se ha dado cuenta. Mucho menos ese juez implacable que parece guardar una
cierta hostilidad contra todas las partes implicadas aunque algo más contra la
letrada Riley. Hay que fijarse en los detalles, ver con qué mano se coge un
lápiz, negociar una prueba con otros indigentes, estar listo cuando se trata de
escapar a la vigilancia y estar ahí para que la propia abogada tenga una vida
que recuperar. No es fácil para un simple jurado que tiene prohibido discutir
los pormenores del juicio con nadie. La justicia va a dar muchas vueltas en
este caso, abogada. Y no se admite la protesta.
No cabe duda de que Sospechoso es una película ligera, que
se deja ver con disfrute, porque es entretenida y con resultados fáciles. A
ello ayuda que esté dirigida por un perro viejo como Peter Yates e interpretada
con competencia por Cher y por Dennis Quaid que, a pesar de la diferencia de
edad, hacen creíble el imposible romance que surge entre ellos. De fondo, la
crítica social hacia una sociedad que cada vez se olvida más de los menos
favorecidos y que encuentra en el rostro de Liam Neeson una razón más para la
desesperación y el abandono. Nadie quiere volver a entrar si no se les deja
volver a entrar. Es así de sencillo. Y la sordidez y el asesinato llegarán por
sí solos. A pesar de que sólo es un ajuste de cuentas con un pasado que se
aleja a demasiada velocidad llevándose consigo todos los secretos. Incluso los
que más tienen que esconder. Y no son, precisamente, los de la gente que no
tiene nada.
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