Enamorarse de una
paciente siendo psiquiatra no es algo nada nuevo. Sin embargo, si ella es rica
hasta la médula, las cosas empiezan a complicarse. Entregarse de repente a una
vida de lujo y ocio no es fácil cuando se posee un par de kilos de orgullo en
el interior. Y aún es peor cuando el whisky comienza a ser la única respuesta y
se empiezan a mover ciertas intrigas que sostienen que la mejor cura para la
chica es que su marido sea, precisamente, su psicoanalista. Y es tan fácil
sucumbir a los encantos de la Riviera francesa, en una mansión de ensueño, con
fiestas, cenas, bailes, frases brillantes, mujeres hermosas, sin sentir que la
vida pasa, sin sentir que nada queda después de apurar la última gota que ni
siquiera cuando se tiene la tentación de volver a la mediocridad es lo mismo
porque ya al médico lo ven como un millonario que puede vivir del dinero de su
esposa y gastárselo todo en capitalizar
una clínica que es más un consultorio de consuelo que un lugar de sanación. Son
los años veinte y, tal vez, la felicidad es sólo un espejismo que se puede
degustar en hoteles de cinco estrellas y playas de arena muy blanca.
Por el camino, ese
orgullo introducirá su punzón y surge el distanciamiento. Ella ya está curada y
siente que ya no le necesita tanto. Él también empieza a sentir que ya no es
útil, que más allá de su paciencia y su mano izquierda para resolver los
desequilibrios, no aporta nada al matrimonio. El dinero, ése que salva y es el
pasaporte para una existencia fácil, es también el elemento que destruye todo
lo bueno que una vez pudo haber. Y el declive aparece. Cada vez son más los
vasos vacíos y las respuestas buscadas. Los amigos desaparecen. El sentimiento
de autodestrucción se hace tan fuerte que ni siquiera es importante el momento
en el que se plantea una separación. Aún así, cuando la decisión esté tomada,
ella se quedará perdida en esa enorme terraza de vistas únicas, sin saber a
dónde irán sus pasos mientras él intenta encontrar un sitio bajo el sol. Quizá
esa sea la mejor muestra de que, a pesar de todo, él era muy necesario en aquel
caserón y que su regreso sólo será una cuestión de tiempo, ése mismo que se
niega a responder si hay un final feliz para todo.
La historia basada en
la novela de Francis Scott Fitzgerald se intentó llevar al cine varias veces
hasta que lo consiguió Henry King con Jason Robards, enorme y seguro en un
papel lleno de indecisiones, y Jennifer Jones, mediocre y sin demasiada clase
dentro de su opulenta inestabilidad, pero la película llega a gustar por su
vestuario, por sus escenarios, por esa Europa ajena a los conflictos que aún
está por llegar y porque abre el abismo de la voluntad de saber qué es lo que
va a pasar con una pareja que se ama en la necesidad y se aleja en la
tranquilidad. Al lado de ellos, Tom Ewell, como el músico siempre bebido que no
deja de acudir a la ironía, Jill St. John encarnando a la misma tentación, Paul
Lukas en la piel del médico que sabe de los peligros de una relación
sentimental con Freud como invitado de piedra y Joan Fontaine como la insidiosa
hermana que no duda en utilizar a todos para lograr sus objetivos. Suave es la
noche y, tal vez en su trono, se halle la Luna y aquí no hay más luces que las
que exhala el cielo. Y se van apagando poco a poco.
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