El cine es un gran
propagador de realidades falsas. O un descarado que se aprovecha de la
actualidad del momento para sacar su buena tajada. El caso es que realizar una
serie de películas de serie Z para sugerir fantásticos procesos de transformación
humana que se desencadenan a causa de radiaciones, fusiones, explosiones
atómicas y experimentos nucleares no deja de ser bastante oportunista. Eso es
lo que podría saltar a primera vista en una época en la que la psicosis por la
bomba, en plena crisis de los misiles cubanos, llega hasta límites
insospechados. La locura y la paranoia parece llegar a las fronteras más
impensables del absurdo con la construcción de refugios imposibles, con
estúpidos simulacros en los colegios en los que se obliga a los alumnos a
agacharse y cubrirse la cabeza bajo los brazos en el pasillo, consabidas
fórmulas de uno y otro lado en las que se ensalzan y se desprecian a presuntos
comunistas o a aparentes fascistas. La obsesión llega hasta tal punto que se
quiere prohibir el estreno de una película en la que un hombre se convierte en
una hormiga por culpa del contacto de una fuente de radiación. Nadie, con dos
dedos de frente, puede llegar a creerse eso. Y, sin embargo, hay gente que sí
lo cree.
Todo esto se puede
apreciar desde una perspectiva decididamente juvenil y convertirse en una
película que contiene su propia aventura en ese estreno de cine, con un
revolucionario y patatero sistema de proyección llamado Átomovisión que, como no podía ser menos, también desata algún que
otro brote de paranoia apocalíptica. El equilibrio es difícil y el director Joe
Dante consigue una película que, en algunos momentos, llega a ser brillante,
con un implícito homenaje al cine del más puro entretenimiento, con un buen par
de cargas de profundidad contra la neurótica sociedad norteamericana de seso
sorbido (aunque no deja de ser peligroso decir algo así en los tiempos que
corren) y a favor de la juventud, que consigue sacar jugo de las situaciones
más rutinarias, fabrica la ilusión incluso en días de preocupación y sale
adelante siempre con la sonrisa y el deseo de llegar a adultos. No saben la que
les espera.
No cabe duda de que la
complicidad de John Goodman como ese productor de películas infectas que, no
obstante, es todo un vendedor que roza la poesía contribuye mucho a canalizar
los diferentes entramados. También Cathy Moriarty resulta estupenda con ese
lánguido papel de estrella a la sombra sin una pizca de talento y que mantiene
con su dinero al embaucador que produce sus películas. Los chicos resultan
creíbles, con reacciones bastante lógicas, con la única excepción de Lisa Jakub
que, físicamente, no acaba de dar el tipo. El resto es una serie de situaciones
derivadas de la locura, resueltas con una contención notable en una película
que, no sólo es entretenida, sino que también se antoja muy original.
Y es que no cabe duda de que, si se acerca el fin del mundo, se tratará de vender la circunstancia de que siempre hay una salvación, una esperanza, aunque sea pequeña, de seguir sobreviviendo. Los jóvenes, con su carga adolescente a cuestas, en muchas ocasiones, tienen la mirada más limpia, más lúcida que los adultos y siempre cuesta seguir sus ejemplos. Tal vez, la mejor respuesta está en el interior de una sala de cine, en donde se hacen realidad todos los sueños, todos los miedos, todos los heroísmos y todas las fantasías. Incluso la del fin del mundo simulado con un hombre hormiga suelto entre los pasillos.
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