Nadie
es un individuo que repite la misma rutina todos los días. Es un experto en el
aburrimiento, en la nada, en la verdadera dilución de sí mismo. Pierde el
camión de la basura, corre un rato, hace fondos de brazos, se sirve el café, se
marcha a trabajar, se baña en número, vuelve, cena y se acuesta. No hay más.
Por eso, nadie es una presa fácil. Algo ocurre que le saca de la normalidad
anormal. Y no consiente que se toque el cariño que tanto le ha costado ganar.
El pasado tendrá que hacerse presente. El león tendrá que salir de la nevera.
Así que nadie empieza
su particular cruzada porque pretende recuperar lo que se ha construido a
pulso. Quiso dejar atrás todo lo que era para ser nadie. Por supuesto, cuando
alguien toma una decisión así, los acontecimientos se precipitan. La noche
comienza a ser su aliada. Tendrá que pintar algunas paredes y pensar muy
seriamente en un cambio de domicilio porque ha molestado a unos cuantos pirados
del Este de Europa y va a ser difícil hacerles cambiar de opinión. Sin embargo,
nadie tiene algunas habilidades escondidas aprendidas hace unos años. Y las
supo ejercitar desde que nació.
Nadie es gris. Tiene un
rostro fácilmente olvidable y, de vez en cuando, habla con un tipo misterioso
que le recuerda quién fue y quién no debe volver a ser. Un autobús va a ser el
escenario de un regreso y ahí mismo la descongelación del león va a levantar
maremotos de furia. Entre otras cosas porque una parte de él está deseando
dejar de ser nadie. Y también está algo cansado de que aquellos a los que más
quiere le consideren un manso cobarde. En su expresión parece anidar la
mediocridad. Nadie no es mediocre. Fue el mejor en su trabajo. Realizaba sus
tareas como nadie. Y así se convirtió en nadie.
Con lejanas inspiración
en la mítica Perros de paja, de Sam
Peckinpah, y en Red, de Robert
Schwentke, Bob Oedenkirk, habitualmente un eficaz secundaria, se encarama a la
cabeza de una película que resulta entretenida, con algunas situaciones
ciertamente imaginativas y con un final algo delirante. Detrás de las cámaras,
el ruso Ilya Naishuller dirige con sentido del humor y brío una historia que
resulta estimulante y ligeramente desbarrada. Connie Nielsen y un estupendo
Christopher Lloyd completan el reparto y nos ofrecen un espectáculo de acción
con momentos brillantes, con escenas de cierta pericia y con un espíritu
marcadamente combativo. El resultado es muy entretenido, bastante preciso, con
un par de pinceladas grotescas que no desmerecen en nada al conjunto. Y, hay que
reconocerlo, se pasa un buen rato.
Además, el héroe esbozado por Oedenkirk golpea fuerte, muy fuerte, pero también recibe más que una estera. En algunos instantes, parece como si la aventura de este hombre que no es nadie, puede terminar con una bomba en la cara. Y no deja de ser una trama con motivaciones algo vistas, pero el desarrollo llega a sorprender en algunos pasajes. Más que nada porque nadie se merece algo mejor. Tal vez una nueva casa con sótano, o un padre más cariñoso, o un cuñado más humilde, o una esposa que le valore algo más, o un hijo que sea más consciente de lo que tiene. Y, por supuesto, recuperar la puñetera pulsera del gatito de esa hija que siempre tiene algo de cariño para él. Aunque sea nadie. Aunque sea nada. Aunque sea uno de esos tipos observadores que es capaz de darse cuenta que un revólver no tiene balas y mucho polvo aparte de un tatuaje que dice mucho de su pasado. Ese mismo que él quiso olvidar y que, a su pesar, tendrá que resucitar a golpe de esa ira que lleva guardando demasiado tiempo detrás de una máscara grisácea de aburrimiento. Esa misma que le lleva a pasar muy desapercibido en medio de tanto nadie.
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